Salí cojeando de la casa y me adentré en la oscuridad de los campos de agave. Las hojas afiladas me cortaban la piel y la ropa mientras corría. Cada paso era una agonía.
Sabía que no podía volver por mi madre. Si me seguían, la encontrarían.
Mi única esperanza era llegar a la hacienda vecina, la de la familia de Sofía, mi prometida. Nuestro matrimonio era un acuerdo de negocios, una alianza para unir a las dos dinastías tequileras más grandes de Jalisco. No había amor, pero sí un contrato. Tenían que ayudarme.
Corrí como nunca, con la sangre manchando mi camisa y el dolor en la pierna haciéndome ver estrellas. Era un kilómetro. Un kilómetro de puro infierno.
Finalmente, vi las luces de su casa. Grité su nombre cuando llegué a la puerta, golpeándola con la poca fuerza que me quedaba.
"¡Sofía! ¡Ayuda!"
La puerta se abrió. Sofía apareció, vestida con un elegante vestido de noche. Me miró de arriba abajo con una expresión de puro desdén.
"Santiago, qué patético."
"Sofía, por favor," supliqué. "Están atacando mi casa. Mi madre..."
Ella soltó una risa fría.
"Ya me llamó Isabela. Me advirtió que seguramente vendrías aquí a montar un drama porque no te invitó a su fiesta. ¿De verdad te rebajas a esto? ¿Fingir un ataque? Eres más débil de lo que pensaba."
"No es mentira," dije, sintiendo cómo la esperanza se desvanecía. "Mira mi sangre."
"Seguro te caíste borracho," se burló. Se giró hacia sus guardias. "Este hombre está molestando. Denle una lección para que aprenda a no venir a mi casa a hacer el ridículo."
Antes de que pudiera reaccionar, dos de sus guardias me sujetaron. Un tercero me dio una patada brutal en la pierna herida.
Escuché un crujido horrible. Un dolor blanco y cegador explotó en mi cuerpo.
Caí al suelo, gritando.
Mientras me retorcía en el polvo, Sofía me miró con asco.
"Espero que esto te enseñe a respetarme. Ahora lárgate de mi propiedad."
Se dio la vuelta y cerró la puerta, dejándome solo en la oscuridad, con la pierna rota y la traición quemándome más que cualquier herida de bala.