La puerta de nuestra casa tembló por los golpes. No era un llamado, era una orden.
Miré a mi hermano, Mateo, que dejó sus planos de arquitectura sobre la mesa del comedor. Su rostro se tensó.
Sabíamos quién era.
Abrí la puerta. Ricardo estaba allí, con su sonrisa arrogante y su ropa cara que olía a perfume y problemas. Detrás de él, dos hombres que parecían armarios.
"Sofía, qué sorpresa," dijo, aunque no había sorpresa en su voz. "Vengo a hacerles la última oferta por esta pocilga. Mi padre está perdiendo la paciencia."
"Ya te dijimos que no vendemos," respondí, mi voz más firme de lo que me sentía. "Es la casa de nuestros padres."
Mateo se puso a mi lado, un gesto protector.
"Es la casa de un militar muerto," se burló Ricardo. "Y ahora es un estorbo para el progreso. Necesitamos este terreno."
"Lárgate de aquí," dijo Mateo, dando un paso al frente.
Ricardo ni se inmutó. Hizo un gesto con la cabeza.
Fue rápido. Uno de sus matones empujó a Mateo hacia atrás. El otro le dio un golpe seco en el estómago.
Mateo se dobló, sin aire. Intenté interponerme, pero me apartaron de un empujón que me hizo caer.
"¡No!", grité.
Volaron más golpes. Vi a Mateo caer al suelo. Vi cómo le pateaban en las costillas, en la espalda. Su cuerpo se sacudía sin control.
Luego, un golpe final en la cabeza. El sonido fue horrible, un ruido sordo y húmedo.
Mateo quedó inmóvil.
Ricardo se agachó a su lado, con una calma espantosa.
"Parece que tu hermano tuvo un accidente," dijo, mirándome. "A veces la gente se tropieza. Qué lástima."
Se levantó, se sacudió el polvo imaginario de los pantalones y se fue. Sus hombres lo siguieron.
Me arrastré hasta Mateo. La sangre empezaba a manar de su nuca. No respondía. Su respiración era un murmullo débil y aterrador.
El progreso de Ricardo había llegado. Y había dejado a mi hermano al borde de la muerte en el suelo de la casa que se negaba a abandonar.