Mi siguiente parada fue la Defensoría del Pueblo. Esperaba encontrar allí un último bastión de justicia.
Me equivoqué.
Un funcionario de aspecto cansado, con gafas gruesas y un traje desgastado, me escuchó con paciencia. Asentía, tomaba notas. Por un momento, sentí una chispa de esperanza.
Cuando terminé mi relato, se quitó las gafas y se frotó los ojos.
"Señorita Sofía," comenzó en voz baja, casi un susurro. "He oído el nombre de Don Alejandro, el padre de Ricardo. Es un hombre... influyente."
Miró hacia la puerta de su oficina, como si temiera que alguien estuviera escuchando.
"Mi consejo, como amigo, es que acepte el dinero. Es más de lo que mucha gente consigue. Esta gente no juega. Si sigue insistiendo, podría perder más que solo su casa."
"¿Me está diciendo que tenga miedo? ¿Que me rinda?", pregunté, sintiendo cómo la esperanza se extinguía.
"Le estoy diciendo que sea inteligente," respondió, poniéndose las gafas de nuevo. "El sistema no está hecho para proteger a gente como nosotros de gente como ellos. Es una triste realidad. Cuide a su hermano. Desaparezcan. Es lo más seguro."
Salí de allí sintiéndome más sola que nunca. El sistema no estaba roto, funcionaba perfectamente para los que estaban en la cima.
Esa noche, desesperada, hice lo único que se me ocurrió.
Tomé una foto de Mateo en su cama de hospital, conectado a las máquinas. Escribí toda la historia: el ataque, Ricardo, Camila, el comandante Héctor, la constructora de Don Alejandro. No omití ningún detalle.
Lo publiqué en todas mis redes sociales.
#JusticiaParaMateo.
El post se compartió decenas de veces en minutos. Luego cientos. Mi teléfono no paraba de vibrar con notificaciones de apoyo, de rabia, de gente compartiendo sus propias historias de impotencia.
Por primera vez en días, sentí que no estaba sola. Que tal vez, solo tal vez, la presión pública podría lograr lo que las instituciones no quisieron.
Fue una esperanza que duró exactamente dos horas.
Iba saliendo del hospital para ir a casa a descansar un poco cuando una camioneta negra sin placas se detuvo bruscamente a mi lado.
Dos hombres bajaron. No dijeron nada.
Uno me tapó la boca con una mano que olía a tabaco. El otro me agarró por los brazos.
Me metieron en la parte trasera de la camioneta. La puerta se cerró y todo quedó a oscuras.
El único sonido era el motor del vehículo acelerando, llevándome lejos de la única luz de esperanza que había encontrado.