La Venganza Silenciosa
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Capítulo 1

El aire de la taberna olía a vino derramado y a fritura, un olor que siempre había sido mi hogar. Pero esa noche, el olor se mezcló con el perfume caro y empalagoso de Sofía.

Ella estaba sentada en la mejor mesa, con su sobrino, un adolescente con una sonrisa burlona que no se quitaba de la cara.

Mi hermano, Leo, estaba en el pequeño tablao, con su guitarra entre las manos. Sus dedos volaban sobre las cuerdas, creando una música que era pura alma, la nuestra.

El sobrino de Sofía se levantó.

"Oye, gitanillo," gritó, su voz cortando la música. "¿No te cansas de tocar siempre la misma basura?"

Leo se detuvo, confundido. El silencio llenó la taberna.

"Es la música de nuestra familia," respondí yo desde la barra. Mi voz era fría.

Sofía sonrió, una sonrisa que no llegaba a sus ojos. "Isabela, querida, solo es una broma de niños."

Su sobrino se acercó al tablao. "Déjame ver esa cosa," dijo, y antes de que Leo pudiera reaccionar, le arrebató la guitarra. Era una guitarra especial, un regalo de nuestro abuelo.

El chico la examinó con falso interés. "Parece vieja," dijo. Y la estrelló contra el suelo.

El sonido de la madera rompiéndose fue como un grito.

Leo se quedó paralizado, mirando los restos de su guitarra con los ojos muy abiertos.

Sentí cómo la sangre me subía a la cabeza. Caminé hacia ellos, sin pensar. Mi mano se movió sola.

La bofetada sonó fuerte en el silencio. Primero al sobrino, que se llevó la mano a la mejilla, sorprendido. Luego a Sofía, que me miró con odio puro.

"¡Salvaje!" siseó ella.

Justo en ese momento, la puerta se abrió y entró Mateo, mi marido. Vio la escena: Leo arrodillado junto a su guitarra rota, yo con la mano todavía en el aire, y Sofía con una marca roja en la mejilla, empezando a llorar.

"Mateo, mira lo que ha hecho," sollozó Sofía, corriendo a sus brazos. "Tu esposa... es una animal. Atacó a mi sobrino, a mí... sin ninguna razón."

Mateo me miró. No había amor en sus ojos, solo decepción y asco.

"Isabela, me avergüenzas," dijo, su voz era dura como el acero. "Siempre la misma historia. No puedes controlar tu temperamento."

No me dejó explicar. No le importaba la guitarra rota de Leo, ni su corazón roto.

"Esto se acaba aquí," sentenció Mateo. "Tú y tu hermano necesitáis disciplina. Os vais a ir a un retiro. Un lugar especial en la sierra, un convento que ayuda a mujeres... como tú. Para que aprendáis modales."

Miré a Leo, que temblaba.

"No," supliqué. "Mateo, por favor."

"No es una petición," dijo él, agarrándome del brazo con fuerza. "Es un castigo. Y os vais mañana."

Sofía sonrió detrás del hombro de Mateo. Una sonrisa de victoria.

            
            

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