La Venganza Silenciosa
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Capítulo 2

El convento de Santa Catalina del Silencio no era un lugar de paz. Era una fortaleza de piedra gris en lo alto de una montaña, rodeada de niebla y silencio. Las monjas no llevaban sonrisas, llevaban llaves que colgaban de sus cinturones y miradas frías como el invierno.

Nada más llegar, nos separaron.

"El chico irá al ala de servicio," dijo la Madre Superiora, una mujer alta y huesuda con ojos pequeños y crueles. "Aprenderá a trabajar y a obedecer."

Intenté protestar, pero dos monjas me sujetaron. "Y tú, Isabela," continuó la Madre Superiora, "aprenderás a domar ese espíritu salvaje. Aquí no hay baile, no hay cante. Solo hay oración y servicio."

Me arrastraron a una celda pequeña. Una cama de madera, un cubo y una pequeña ventana con barrotes. Ese era mi nuevo mundo.

Los días eran un infierno de trabajo agotador y humillaciones. Fregar suelos de piedra hasta que mis rodillas sangraban, servir a "benefactores" adinerados que visitaban el convento y me miraban como a un animal exótico. Hombres viejos, amigos de Mateo, que sonreían con malicia.

La primera vez que me rebelé, negándome a servir a un hombre que intentó tocarme, el castigo no fue para mí.

Esa noche, a través de la puerta de mi celda, escuché los gritos de Leo.

A la mañana siguiente, la Madre Superiora vino a mi celda.

"Tu hermano es débil," dijo con una calma aterradora. "Cada vez que tú te comportes mal, él pagará. Cada palabra fuera de lugar, cada mirada desafiante... él la sentirá en su piel. ¿Entendido?"

El miedo me paralizó. Un miedo frío y profundo que nunca antes había sentido. Por mí, podía soportar cualquier cosa. Pero por Leo...

Me convertí en la interna modelo. Mi cabeza siempre gacha, mi voz un susurro. "Sí, Madre. Perdón, Madre."

Me prohibieron bailar, pero en mi mente, bailaba. En la oscuridad de mi celda, movía los dedos de los pies, imaginando el tablao, el sonido de los tacones, la libertad. Era lo único que me quedaba.

Pero ellos querían romperme por completo.

Una noche, me llevaron a una sala especial. La Madre Superiora me dio un vestido de seda, incómodo y ajeno a mi piel.

"Un benefactor muy importante viene a verte," dijo. "Tu marido."

Mi corazón se detuvo. Seis meses. Seis meses sin verle, sin saber nada más que el dolor.

Cuando Mateo entró, no venía solo. Sofía estaba a su lado, radiante con un vestido carísimo. Detrás de ellos, sus amigos, riendo y hablando en voz alta.

Me miraron como si fuera una exposición en un museo.

"¿Veis?" dijo Mateo, con orgullo. "Completamente reformada. Dócil."

Sofía me miró de arriba abajo con desprecio. "Sírvenos el vino, querida."

Mis manos temblaban mientras cogía la botella. El broche de plata en forma de abanico que llevaba en el vestido, el regalo de aniversario de Mateo, se sentía frío contra mi piel. No sabía que dentro de esa pieza de plata, un pequeño dispositivo grababa cada palabra, cada susurro, cada grito. Mateo lo había puesto ahí para "asegurarse de mi lealtad".

"Y ahora," dijo Mateo, cuando terminé de servirles, "pide perdón a Sofía. Por tu comportamiento vergonzoso en la taberna."

Sabía lo que tenía que hacer para proteger a Leo.

Me arrodillé.

Y sin dudarlo, golpeé mi frente contra el suelo de piedra. Una, dos, tres veces. El sonido sordo resonó en la sala.

"Perdón," susurré, con el sabor de la sangre en mi boca. "Perdóneme, señora Sofía."

Levanté la vista. Mateo ya no sonreía. Su rostro mostraba una extraña inquietud. Sofía, en cambio, parecía disfrutar del espectáculo.

            
            

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