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Las paredes de la caverna respiraban. No con aire, sino con memoria. Cada superficie estaba cubierta de ceniza endurecida que, a la luz de las lámparas vivas, parecía moverse, como si bajo la corteza gris aún vibraran los recuerdos de lo que fue.
Asha no podía dormir.
Desde el ritual de contención, Kael permanecía en un sueño profundo, tendido sobre una losa cálida en el centro de la sala de los Custodios Rotos. Su brazo derecho, completamente envuelto en obsidiana, ya no avanzaba. Pero tampoco retrocedía.
La piedra latía.
Asha lo sentía cada vez que se acercaba. Un ritmo lento, idéntico al del fragmento que guardaba en su pecho. Una sincronía que, según Ezkhar, no podría romperse.
-Están enlazados -había dicho el anciano-. Ahora no solo compartes memoria, sino destino.
Ella no había respondido. Solo había bajado la mirada. A veces, desearía no haber tocado nunca el Corazón del Templo. No porque no entendiera su importancia. Si no porque lo que había ganado la arrancaba, día a día, de sí misma.
Ese pensamiento la acompañó hasta la sala de entrenamiento.
Los Hijos del Fuego Roto no enseñaban con armas ni con palabras. Sus lecciones eran silenciosas, talladas en piedra y fuego. Asha se arrodilló frente a una placa circular en el suelo, donde el símbolo de Aeolina se mezclaba con espirales oscuras: ceniza negra, concentrada, sólida. Memoria comprimida.
-Te está esperando -dijo Maeka detrás de ella-. Pero no va a suplicarte.
Asha tragó saliva. Sabía lo que venía. Había visto lo que los Hijos hacían con las cenizas oscuras: las tocaban, las contenían... o eran consumidos por ellas.
-¿Qué pasa si no la controlo? -preguntó sin girarse.
-Entonces, serás otra grieta en la piedra. Y la piedra no recuerda a los débiles.
La figura de Maeka desapareció en la penumbra.
Asha respiró hondo. Extendió las manos. Las posó sobre la placa de ceniza negra.
La sensación fue inmediata.
Un vacío. Frío. Como si una marea entrara en su pecho, barriendo emociones, pensamientos, recuerdos propios. La memoria que contenía no era ajena. Era salvaje. No estaba ordenada como en los templos, ni sellada en fragmentos claros como las llamas ámbar. Esta ceniza venía de conflictos sin nombre, de traiciones selladas en sangre, de verdades sin narrador.
Las voces estallaron.
Gritos.
Un campo de batalla. Tormentas sin fuego. Custodios gritando órdenes en lenguas olvidadas. Guerreros cubiertos de marcas negras. Fuego que no ardía, sino que absorbía la luz.
Y en medio de todo, ella.
No Asha. Otra.
Una mujer de piel bronceada, ojos sin pupilas, con el mismo brazalete que Asha llevaba ahora. Pero el suyo ardía completamente. Ella no contenía memorias: las comandaba.
-Aeolina... -susurró Asha.
La figura se giró. La miró directamente, como si pudiera verla desde dentro del recuerdo.
Y entonces, el dolor.
Asha cayó hacia atrás, jadeando. Las manos le sangraban. Las cenizas oscuras se habían incrustado en su piel. Partículas brillantes, como brasas malditas.
Maeka apareció de nuevo.
-No basta con mirar. Si no sellas la emoción, se te funde en el alma.
-¿Sellarla cómo? -gimió Asha.
Maeka alzó la mano, revelando una pequeña cicatriz en su cuello.
-Renunciando a parte de ti.
Asha la miró, atónita.
-¿Quieres decir que... para contener la ceniza oscura, debo apagar emociones?
-No apagar. Encerrar. Como cuando metes una llama en una lámpara de vidrio. El fuego sigue ahí. Pero no quema.
Asha se llevó la mano al pecho. El fragmento del Corazón latía más rápido ahora. Como si protestara.
-¿Y qué pasa si encierro demasiado?
Maeka se encogió de hombros.
-Entonces ya no serás tú. Pero serás útil.
La dejó sola.
Asha se arrodilló de nuevo. Su respiración era irregular. Las manos aún le ardían, y sin embargo, no se detuvo. Sabía lo que se esperaba de ella. Sabía que no podía fallar.
No solo por Kael. No solo por el fragmento.
Sino porque, si no lograba contener las memorias, acabaría fusionándose con ellas. Como un espejo que refleja tanto, que deja de tener forma propia.
Cerró los ojos.
Volvió a poner las palmas sobre la ceniza.
Esta vez, no intentó resistir la memoria.
La dejó entrar.
El campo de batalla volvió, pero no tan violento. Pudo ver la escena con mayor claridad. Aeolina -la mujer del recuerdo- hablaba con otros tres. Guerreros. Sabios. Uno de ellos era claramente Ezkhar, joven, con una mirada aún no rota por la edad.
-El Imperio no fue construido. Fue robado -dijo Aeolina-. Y si no recordamos eso, lo repetiremos.
-¿Estás segura de dividir el Corazón? -preguntó Ezkhar en el recuerdo.
-Si no lo hago, seré destruida. No me interesa ser adorada. Me interesa que el fuego siga vivo, incluso si nadie recuerda mi nombre.
Asha sintió una punzada en el pecho.
La visión se desvaneció.
Cuando abrió los ojos, las cenizas negras estaban quietas bajo sus manos. No brillaban. No susurraban. Se habían rendido.
-Lo lograste -dijo una voz a su derecha.
Era Lirien.
-Las sellé -murmuró Asha-. Pero para hacerlo, tuve que... encerrar algo dentro de mí.
-¿Qué?
Asha la miró con tristeza.
-El miedo.
Lirien la observó por un largo rato, como si evaluara cuánto de eso era verdad, y cuánto una defensa.
-Encerrar el miedo no te hace valiente. Solo te hace más eficiente. Pero eso es justo lo que necesitamos ahora.
-¿Una herramienta?
-Una reliquia viviente -corrigió Lirien-. La única capaz de contener lo que viene.
Asha miró sus manos ennegrecidas, aún con partículas de ceniza brillando bajo la piel. En su interior, sentía cómo se cerraba una puerta.
No para siempre. Pero sí por ahora.
Se incorporó lentamente.
-Entonces enséñame a serlo -dijo.
Lirien asintió.
-Mañana, irás al Valle del Ruido. Hay una memoria sellada allí. Una que incluso los Hijos temen. Si puedes contenerla, estarás lista para despertar el siguiente nodo.
-¿Y si no?
-Entonces el valle te tragará, como ha hecho con muchos otros.
Asha no tembló. No porque no tuviera miedo. Sino porque ya no lo dejaba salir.
La llama que recuerda.
La reliquia viviente.
El precio de contener ya había comenzado a cobrarse.
Y todavía quedaban muchas memorias por sellar.