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Asha, Kael y Lirien emergieron de la niebla como sombras paridas por el fin del mundo. La ascensión a las Montañas Rotas había durado tres días, cruzando pasos olvidados y riscos marcados con símbolos que se deshacían al tocarlos. El aire aquí era más delgado, perfumado de resina y hierro, y cargado de una tensión mineral que le recordaba a Asha los instantes antes de una revelación en las cenizas. Cada paso, cada inhalación, parecía una plegaria no dicha.
El cielo era un cuenco opaco, sin estrellas. El mundo se sentía suspendido, contenido. Las montañas no eran simples elevaciones: eran restos de un cuerpo más antiguo que el tiempo. Asha lo sentía en los huesos. Como si Aeolina la hubiese traído aquí no solo para esconderla, sino para mostrarle algo. O alguien. La red de fuego que sentía bajo la piel, desde que el fragmento del Corazón del Templo latía en su pecho, palpitaba ahora con más fuerza. Era como si estas montañas también fueran un nodo. Un latido dormido de la red.
Kael apenas habló durante la travesía. Su brazo derecho, petrificado hasta el hombro, había comenzado a perder temperatura. Asha lo vigilaba de reojo, como si su piel pudiera quebrarse con una mirada demasiado directa. Cada paso parecía costarle más, pero no se quejaba. Nunca lo hacía. Sin embargo, el temblor en su mano izquierda, y la forma en que su aliento se condensaba más denso que el de los demás, delataban el avance de la piedra. A veces, cuando creía que ella no lo miraba, presionaba los dedos sobre el corazón, como si tratara de sentir si seguía humano.
Lirien iba al frente, guiándolos con la seguridad de quien ha leído este camino no en mapas, sino en sueños. Vestía una túnica raída, sin insignias. Había cambiado desde la caída del templo. Más severa, más silenciosa. Pero también más peligrosa. Como una antorcha que sabe cuándo no debe arder. Había tomado sobre sí la causa rebelde con una intensidad que no dejaba espacio para la duda ni el duelo. Cada noche, estudiaba pergaminos con la misma ferocidad con que otros afilaban espadas.
Llegaron al borde de una cornisa cubierta de líquenes rojos. Más allá, un valle se abría entre formaciones retorcidas que parecían dientes de piedra. En el centro, entre humaredas tenues, se alzaban las ruinas de una fortaleza enterrada en la roca. No era un refugio. Era un testigo. El viento traía consigo un murmullo extraño, como si las piedras recordaran haber sido otra cosa: columnas de un templo olvidado, o los huesos de una criatura extinta.
Una figura encapuchada los esperaba entre los pilares rotos. Alta, erguida, como si el tiempo le debiera respeto. Asha notó el símbolo en su bastón: una espiral quebrada rodeada de fuego. Reconoció la marca. Era de los Custodios... pero invertida. El bastón también tenía una grieta oscura, como si una energía invisible lo hubiese partido desde dentro.
-Bienvenida, llama que recuerda -dijo la figura, con voz de trueno apagado-. Te esperábamos.
Asha dio un paso adelante. Sentía el fragmento del Corazón del Templo latiendo bajo su ropa, junto a la piel. Vibraba al compás de esas palabras, como si respondiera. El calor era un idioma. Y este hablaba de reconocimiento.
-¿Quiénes son? -preguntó Kael, con voz áspera.
-Los Hijos del Fuego Roto -respondió Lirien, sin mirar atrás-. Aquellos que sobrevivieron a la traición de los suyos.
La figura asintió. Bajó la capucha. Era una mujer de cabellos blancos como ceniza, piel oscura marcada con líneas ígneas que no eran tatuajes, sino cicatrices vivas. O quemaduras que no habían dolido. Sus ojos eran de un ámbar viejo, casi sólido. No parpadeaba. Miraba como si viera el interior de las palabras.
-Has traído el primer fragmento -dijo-. Entonces, aún hay esperanza.
Asha apretó los dedos alrededor del fragmento oculto. Sentía que todo en ella ardía un poco más cada día, y que, al mismo tiempo, algo se deshacía. No en su cuerpo, sino en su memoria. Había momentos en que confundía los recuerdos ajenos con los suyos. Voces de mujeres muertas hablaban con su boca en los sueños.
-El imperio ha comenzado a cazar nodos -dijo Lirien-. Saben que hay más corazones. Más memorias.
-Y tú eres la única que puede sostenerlas -agregó la mujer-. Si las cenizas se confían a quienes no recuerdan... se convierten en ruina.
Kael se apoyó contra una roca. No dijo nada. Su respiración era lenta. Las venas cercanas al hombro petrificado se veían más oscuras. Asha no podía dejar de mirar su cuello, como si la piedra fuera a reptar por allí de un momento a otro. El corazón de obsidiana, invisible bajo su piel, latía con una frecuencia ajena. No como un músculo. Como una advertencia.
-Necesito aprender -dijo Asha-. A contener las memorias. A no perderme en ellas.
-Entonces has venido al lugar correcto -dijo la anciana-. Pero el precio será alto.
Asha no desvió la mirada. El fragmento ardió un poco más en su pecho. Detrás de ella, Kael murmuró su nombre. Y el sonido de esa palabra pareció encender algo en las ruinas. Varias antorchas ocultas, apagadas por años, parpadearon como si respondieran al llamado. Era la red. Aún viva.
Los Hijos del Fuego Roto los condujeron a través de un pasaje hundido, donde las paredes estaban cubiertas por frescos apenas visibles: batallas sin héroes, custodios cayendo bajo manos humanas, llamas apagadas y luego encendidas de nuevo. Asha sintió que las imágenes se movían, solo con mirarlas.
Descendieron hasta una cámara circular donde la piedra vibraba con una energía subterránea. Allí, otros los esperaban: hombres y mujeres de todas las edades, con marcas similares a las de la anciana. Algunos jóvenes, otros tan viejos que parecían esculpidos por el tiempo. Todos los ojos se posaron en ella. No con devoción, sino con expectativa. Como si esperaran ser desmentidos.
-Aquí aprenderás a resistir la fusión -dijo la mujer-. A sostener sin volverte. A recordar sin desaparecer. Pero debes renunciar a algo primero.
-¿Qué cosa? -preguntó Asha, aunque ya temía la respuesta.
-A parte de tus emociones -dijo la mujer-. Las cenizas responden al sentir. Si sientes demasiado... te arrastran. Si no sientes nada... te ignoran. Debes hallar el equilibrio. Y eso solo se logra perdiendo algo real.
Asha tragó saliva. Pensó en su madre. En las voces en la ceniza. En el momento en que tocó el Corazón por primera vez. Todo eso había sido guiado por la emoción. ¿Quién era sin eso?
-Tendrás que elegir -continuó la anciana-. Una memoria para sellar. Una emoción para silenciar. Solo entonces podrás comenzar.
Kael intentó incorporarse, pero su cuerpo no respondió. Cayó de rodillas, y Asha corrió a sostenerlo. Su piel ya estaba fría. Como piedra. Como estatua viva.
-Kael... -susurró.
Él alzó la mirada. Le costaba hablar.
-No dejes... que me apague... sin ti.
La anciana los observó en silencio. Luego asintió, como si algo quedara claro.
-El corazón de obsidiana también tiene un precio. Pero aún hay tiempo. Si ella elige bien.
Asha cerró los ojos. Sintió el pulso del fragmento. Sintió la red. Sintió que el fuego no quería ser arma. Quería ser lenguaje. Y ella... debía aprender a hablarlo.
-Estoy lista -dijo.
Y la sala se llenó de un calor profundo, como si las montañas mismas respiraran por primera vez en siglos. La revolución no se alzaría con gritos. Comenzaría con cenizas susurrantes. Otra vez.