La Promesa Rota, El Amor Rescatado
img img La Promesa Rota, El Amor Rescatado img Capítulo 1
2
img
  /  1
img

Capítulo 1

El sol de mediodía caía a plomo sobre los toldos del Rastro. El aire olía a cuero viejo y a fritanga. Me abría paso entre la gente, sin buscar nada en concreto.

Entonces la vi.

Una anciana sentada en una silla de tijera, con una baraja de tarot extendida sobre una mesita plegable. Sus ojos, increíblemente negros, se clavaron en los míos.

Me senté. No sé por qué. Quizá por el calor, o por el cansancio que arrastraba desde hacía semanas.

Ella no dijo nada. Solo barajó las cartas con unas manos llenas de arrugas y manchas. Sacó una. La puso boca arriba.

Era La Torre.

"Un hombre de tu pasado, un amor que fue ruina, regresa", dijo con una voz ronca, como si no la usara a menudo. "Traerá de nuevo el caos. Si quieres paz, huye de él".

Sentí un escalofrío, a pesar del calor.

Pagué y me levanté sin decir palabra.

Qué tontería. El estrés me estaba afectando. Eso era todo.

Una tarotista en el Rastro. Tenía que estar bromeando.

Pero su voz me siguió mientras me alejaba.

"Ya es tarde para huir. Ya está aquí".

Me giré. La anciana había desaparecido. La silla, la mesa, todo se había esfumado.

Me quedé helada en medio de la multitud.

Días después, el lunes, la inquietud seguía pegada a mi piel. En la sesión clínica del Hospital La Paz, el director carraspeó para llamar la atención.

"Tenemos una nueva incorporación estrella en el departamento de Cirugía Cardiotorácica", anunció con una sonrisa de suficiencia. "Directo desde Alemania, con una reputación que le precede, démosle la bienvenida al doctor Mateo Vargas".

El mundo se detuvo.

La puerta se abrió y él entró.

Mateo.

Seis años. Seis años y seguía igual. Más hombre, quizá. La mandíbula más marcada, la seriedad de su mirada más profunda. Llevaba un traje oscuro que le sentaba perfecto. Su presencia llenó la sala.

Nuestros ojos se encontraron por una fracción de segundo. En los suyos no vi nada. Ni reconocimiento, ni sorpresa. Solo un vacío frío.

"Sofía", dijo el director, ajeno a la tensión. "Tú eres nuestra jefa de residentes más joven y brillante. Mateo, ella es la doctora Navarro. Juntos, seréis la pareja de oro de la cirugía de este hospital".

El aire se me escapó de los pulmones.

Justo cuando pensaba que no podía ser peor, apareció ella.

Isabela Montero.

Entró en el hospital como si fuera la dueña. Alta, elegante, con un vestido caro y una sonrisa perfecta. Traía cajas de vino de La Rioja y un jamón ibérico que un asistente cortaba en la sala de descanso.

"Soy Isabela Montero", dijo en voz alta para que todos la oyeran. "La prometida de Mateo. Quería tener un detalle con sus nuevos compañeros".

Se acercó a él y le dio un beso en la mejilla. Mateo no se inmutó. Su cara era una máscara de indiferencia.

Esa noche, Isabela organizó una cena de equipo en un restaurante carísimo del barrio de Salamanca.

El ambiente era tenso. Yo intentaba hacerme invisible en una esquina de la mesa.

Isabela, con una copa de vino en la mano, me miró.

"Sofía, ¿verdad? Mateo me ha hablado de ti".

Mentira. Mateo nunca hablaría de mí.

"Me contó que fuisteis novios en la universidad", continuó, con una falsa inocencia. "Qué pequeño es el mundo, ¿no?".

Todas las miradas se volvieron hacia mí. Sentí cómo el color se me subía a la cara.

Miré a Mateo, buscando una negación, una palabra.

Él solo se encogió de hombros.

"Eso fue hace mucho tiempo", dijo con frialdad.

Cada palabra fue una bofetada.

Al día siguiente, un mensajero me entregó un paquete en el hospital. Era una pequeña caja de madera. La reconocí al instante. La habíamos comprado juntos en un viaje a Granada.

Dentro estaban todos nuestros recuerdos.

Una copia gastada de Poeta en Nueva York de Lorca, el libro que leíamos juntos. Fotos nuestras en San Fermín, riendo, cubiertos de vino. Y la pulsera de plata. La que me regaló en nuestro primer aniversario.

Era su forma de decirme que todo había terminado. Que no quedaba nada.

Esa noche, con la caja abierta sobre la cama, cogí el móvil. Abrí su chat. Su foto de perfil era una imagen borrosa de un paisaje nevado.

Escribí "Tenemos que hablar".

Pero no pude enviarlo.

Un mensaje apareció debajo de su nombre. "Has sido bloqueada por este contacto".

Me bloqueó.

Se me cayó el teléfono de las manos. Miré la caja, la pulsera.

Recordé por qué lo había hecho. Por qué había cancelado mi beca en Berlín, la oportunidad de mi vida. Fue por él. Para que él no renunciara a su sueño por mí. Su tutor y su familia me habían presionado, me habían dicho que yo era un ancla para su brillante futuro. Y yo les creí.

Pensé que lo hacía por amor. Un sacrificio.

Y él lo sabía.

            
            

COPYRIGHT(©) 2022