Mi plan era perfecto.
Había ahorrado durante meses, trabajando turnos dobles como camarera en un bar de tango en La Boca, mi barrio.
Cada peso ganado era un paso más cerca de este momento.
Alquilé la terraza más bonita de San Telmo, un rincón privado con vistas a los tejados antiguos.
La decoré yo misma con farolillos de papel y esparcí flores de jacarandá, mis favoritas, por todas partes.
Todo para confesarle mi amor a Mateo Vargas.
Mateo. El chico más popular de la universidad, el heredero de un imperio vinícola en Mendoza.
Él era todo lo que yo no era: rico, seguro de sí mismo, perteneciente a un mundo de élite.
Yo era Sofía, una simple estudiante de arte con una beca, una chica de La Boca que se sentía como una impostora en los pasillos de mármol de la universidad.
Me enamoré de él el día que me defendió de un chico que no dejaba de molestarme. Con una sola mirada fría, Mateo lo hizo desaparecer. Para mí, fue como si un príncipe hubiera rescatado a una plebeya.
Desde ese día, mi corazón era suyo.
Estaba terminando de colocar la última flor cuando mi teléfono vibró. Una, dos, tres veces.
Notificaciones de una aplicación que no reconocía. "Live Bet", se llamaba.
La abrí por curiosidad.
Mi corazón se detuvo.
La pantalla mostraba una transmisión en vivo. Era mi terraza. La terraza que yo había preparado.
Podía verme a mí misma, de espaldas, ajustando un farolillo.
Debajo del video, un torrente de comentarios anónimos fluía sin parar.
"¿Ya llegó la pobretona?"
"¿Cuánto creen que tardará en llorar?"
"Apuesto 1000 a que Leo la destroza en menos de cinco minutos."
"Leo es un genio. Usar al gemelo para la broma del siglo."
"Mateo está viendo desde el piso de enfrente. ¡Quiero ver su cara!"
Leí los mensajes una y otra vez. Las palabras no tenían sentido, pero al mismo tiempo, lo explicaban todo.
La defensa contra el acosador. Las sonrisas amables en los pasillos. El supuesto interés en mi arte.
Todo era una farsa. Una broma cruel.
Mateo no venía. Iba a enviar a su hermano gemelo, Leo, para que se hiciera pasar por él. Para aceptar mi confesión y luego humillarme.
Miré hacia el edificio de enfrente. En una de las ventanas oscuras, pude imaginar a Mateo y a sus amigos, riéndose, bebiendo su caro Malbec mientras esperaban el espectáculo.
El amor que sentía se convirtió en hielo. La tristeza se transformó en una rabia fría y cortante.
No iba a llorar. No les daría esa satisfacción.
Escuché pasos en la escalera. Era él.
Respiré hondo, apagué la pantalla del teléfono y me di la vuelta con la sonrisa más dulce que pude fingir.
El juego había cambiado. Y ahora, yo ponía las reglas.