Leo Vargas apareció en la entrada de la terraza. Era idéntico a Mateo, la misma altura, el mismo pelo oscuro, los mismos ojos.
Pero había algo diferente en su postura, un aire más relajado, casi bohemio. Llevaba una chaqueta de cuero gastada en lugar de los blazers caros de Mateo.
Me miró, y por un segundo, vi una chispa de sorpresa en sus ojos al ver la decoración. Quizás no esperaba que me hubiera esforzado tanto.
"Sofía", dijo, con la voz de Mateo.
Di un paso hacia él, mis manos temblaban, pero me obligué a controlarlas. Mantuve la mirada baja, como si estuviera abrumada por la timidez.
"Mateo...", empecé, mi voz un susurro.
Él sonrió, una sonrisa de superioridad. La sonrisa del cazador que ve a su presa caer en la trampa.
"Lo siento", dije, levantando la vista para mirarlo directamente a los ojos. "Tengo que confesarte algo".
"Lo sé", dijo él, claramente disfrutando el momento. "No tienes que estar nerviosa".
Negué con la cabeza, dejando que una falsa lágrima rodara por mi mejilla.
"No, no es eso. Mateo, lo siento, pero... en realidad, de quien siempre he estado enamorada es de tu hermano".
La sonrisa de Leo se congeló en su rostro. Su confusión era total, y era hermosa.
"¿Qué?", logró decir.
"Tu hermano, Leo", repetí, mi voz llena de una pasión fingida. "Lo conocí hace años, en una pequeña galería de arte en Palermo. Yo era solo una adolescente, estaba dibujando en mi cuaderno".
Inventé la historia sobre la marcha, añadiendo detalles para hacerla creíble.
"Él se acercó. Vio mis dibujos y me dijo que tenía un don, que nunca dejara que nadie me dijera que no podía lograrlo. Fue solo un momento, pero... me marcó para siempre".
Leo me miraba fijamente, buscando en su memoria un recuerdo que no existía.
"He estado acercándome a ti todo este tiempo", continué, mi voz rompiéndose. "Porque te pareces tanto a él. Eras lo más cerca que podía estar de Leo. Te usé, Mateo. Te usé como un sustituto".
El silencio en la terraza era absoluto. Podía sentir la tensión, el shock.
Leo no sabía qué decir. Estaba completamente fuera de su guion.
Y entonces, escuché un ruido.
Un sonido violento, de cristal rompiéndose.
Ambos nos giramos hacia el edificio de enfrente.
La puerta del balcón se abrió de golpe y Mateo Vargas salió a la luz. Su cara era una máscara de furia.
En su mano derecha, los restos de una copa de vino rota se clavaban en su piel, y la sangre goteaba sobre el suelo de mármol.
Corrió hacia nosotros, sin importarle el tráfico, sin importarle nada.
El verdadero príncipe había entrado en escena. Y el juego acababa de empezar.