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-¡Fuera, mierda! -gritó mi madre al escuchar
un crujido entre los pastos.
La herencia de mi abuela era una chacra
abandonada: tierra yerma, sembríos inútiles,
recuerdo marchito de lo que alguna vez tuvo
vida.
-¡Fuera, mierda! -repitió, agitando el chicote,
que le hacía fricción en las yemas.
-¿Qué quieres, mujer? -respondió aquel que
se hacía llamar mi padre, borracho como
siempre.
Llegaba de la cantina tambaleando, con el hedor
del alcohol mezclado con rabia. A veces
regresaba a las tres o cuatro de la madrugada. Mi
madre lo esperaba despierta, con el alma en vela.
Incluso, a veces, no dormía hasta las siete de la
mañana. Yo me iba al colegio con el corazón en
la garganta y una imagen que me destrozaba:
mamá, sentada en el mueble, con el chicote entre
las manos, símbolo de una defensa inútil.
-¡Quiero más alcohol, maldita! -gritaba él,
cada vez más eufórico.
Yo tenía apenas quince años la primera vez que
escuché los llantos de mi madre provocados por
los golpes de mi padre.
Ella no accedía a sus pedidos alcohólicos, ni a
sus exigencias sexuales grotescas.
Entonces, comenzó el infierno.
Ese sonido de platos rompiéndose, jarrones
estrellándose, y los lamentos de mi madre... aún
me quitan el sueño. Escuchaba con horror los
sonidos del abuso. Cada golpe, cada súplica de
ella, era una herida más en mi cuerpo infantil. Yo
rezaba. Rezaba como si Dios fuera un escudo,
como si mis lágrimas fueran ofrenda suficiente
para que nos protegiera.
Y entonces... el silencio.
Pero no fue paz.
Fueron sus pasos lentos y pesados acercándose a
mi habitación.
-¿imayna qhapaqmi rikch'akunki ñakasqa? -
rugió, abriendo la puerta de un solo golpe.
No importó cuánto recé.
No importó cuánto lloré.
Esa noche, el infierno bajó a mi cuarto.