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El mundo se detuvo. Solo quedaba el dolor, la
vergüenza, la rabia contenida, el miedo, el
asco... el vacío.
Cuando todo acabó, desperté con el alma rota.
Mi cuerpo temblaba como los sauces cuando la
helada baja de los cerros.
Vi a mi madre en el suelo, con la mirada ida y la
garganta llena de flemas y culpas.
-Hijo...perdóname...churi... pampachaway...
ama hina kaspa, pampachaway... -decía entre
lágrimas, mezclando el quechua con su dolor.
Yo no respondí. Solo temblaba. Me sentía ajeno
a mi cuerpo. Ajeno al mundo. Ajeno a todo.
Él, el que se hacía llamar padre, yacía semi
desnudo cerca de la cocina. El rostro hinchado,
las manos arañadas, la piel marcada por su
propia violencia.
La noche cayó sobre nosotros como un manto de
sombra y silencio. Él aún respiraba. Pero algo en
mí había dejado de hacerlo para siempre.
El sol no salió esa mañana. El gallo no cantó. El
viento bajaba de los cerros como si supiera lo
ocurrido, como si quisiera cubrirnos de silencio.
Mi madre seguía en el suelo, abrazada a sí
misma, con los ojos clavados en la nada. Me
acerqué. Quise hablarle. Pero no pude. Solo me
senté a su lado. Y así, sin palabras, nos hicimos
uno en la desgracia.