Capítulo 4 Y en ese momento morí un poco

El mundo se detuvo. Solo quedaba el dolor, la

vergüenza, la rabia contenida, el miedo, el

asco... el vacío.

Cuando todo acabó, desperté con el alma rota.

Mi cuerpo temblaba como los sauces cuando la

helada baja de los cerros.

Vi a mi madre en el suelo, con la mirada ida y la

garganta llena de flemas y culpas.

-Hijo...perdóname...churi... pampachaway...

ama hina kaspa, pampachaway... -decía entre

lágrimas, mezclando el quechua con su dolor.

Yo no respondí. Solo temblaba. Me sentía ajeno

a mi cuerpo. Ajeno al mundo. Ajeno a todo.

Él, el que se hacía llamar padre, yacía semi

desnudo cerca de la cocina. El rostro hinchado,

las manos arañadas, la piel marcada por su

propia violencia.

La noche cayó sobre nosotros como un manto de

sombra y silencio. Él aún respiraba. Pero algo en

mí había dejado de hacerlo para siempre.

El sol no salió esa mañana. El gallo no cantó. El

viento bajaba de los cerros como si supiera lo

ocurrido, como si quisiera cubrirnos de silencio.

Mi madre seguía en el suelo, abrazada a sí

misma, con los ojos clavados en la nada. Me

acerqué. Quise hablarle. Pero no pude. Solo me

senté a su lado. Y así, sin palabras, nos hicimos

uno en la desgracia.

                         

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