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Los sollozos de mi madre desgarrando la
madrugada. El aire era espeso, casi irrespirable.
Mi padre, ebrio, exigía más licor, más cuerpo,
más sumisión. Ella, firme como un sauce herido
por el viento, no cedía.
Entonces, el infierno se desató.
Los gritos retumbaban en las paredes del
machimbrado como ecos del demonio. Los
platos volaban, los jarrones estallan contra el
suelo como si fueran fragmentos de dignidad
rota. Y los susurros ahogados de mi madre se
volvían plegarias.
Recé.
Recé como nunca en mi vida. Lloré con el alma.
Quise que el cielo se abriera y que un rayo lo
partiera en dos, que los Apus descendieran con
su justicia milenaria. Pero nada. Solo mis
lágrimas y ese nudo en la garganta que me hacía
imposible gritar.
Silencio.
Y luego, pasos.
Pasos pesados, arrastrados, con olor a odio, a ron
barato y a muerte. Se detuvo frente a mi puerta.
-¿Quieres saber quién manda en esta casa,
concha de tu madre? -dijo, empujando la puerta
con la furia de un dios enfermo.
Entró con los ojos enrojecidos, con las manos
temblorosas, con el alma podrida.
Me tomó del rostro con violencia. Intenté
zafarme, pero era inútil. Cada intento mío era un
suspiro que se perdía. Cada lágrima, un cuchillo
que no cortaba.
-Auxilio... por favor... -grité, pero nadie
respondió.
Quiso poseerme, como si mi cuerpo fuera tierra
ajena. Me despojó de mi ropa, de mi dignidad, de
mi infancia.