Capítulo 3 A mi amado padre

Los sollozos de mi madre desgarrando la

madrugada. El aire era espeso, casi irrespirable.

Mi padre, ebrio, exigía más licor, más cuerpo,

más sumisión. Ella, firme como un sauce herido

por el viento, no cedía.

Entonces, el infierno se desató.

Los gritos retumbaban en las paredes del

machimbrado como ecos del demonio. Los

platos volaban, los jarrones estallan contra el

suelo como si fueran fragmentos de dignidad

rota. Y los susurros ahogados de mi madre se

volvían plegarias.

Recé.

Recé como nunca en mi vida. Lloré con el alma.

Quise que el cielo se abriera y que un rayo lo

partiera en dos, que los Apus descendieran con

su justicia milenaria. Pero nada. Solo mis

lágrimas y ese nudo en la garganta que me hacía

imposible gritar.

Silencio.

Y luego, pasos.

Pasos pesados, arrastrados, con olor a odio, a ron

barato y a muerte. Se detuvo frente a mi puerta.

-¿Quieres saber quién manda en esta casa,

concha de tu madre? -dijo, empujando la puerta

con la furia de un dios enfermo.

Entró con los ojos enrojecidos, con las manos

temblorosas, con el alma podrida.

Me tomó del rostro con violencia. Intenté

zafarme, pero era inútil. Cada intento mío era un

suspiro que se perdía. Cada lágrima, un cuchillo

que no cortaba.

-Auxilio... por favor... -grité, pero nadie

respondió.

Quiso poseerme, como si mi cuerpo fuera tierra

ajena. Me despojó de mi ropa, de mi dignidad, de

mi infancia.

            
            

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