Esta era la décima vez que Máximo y yo rompíamos.
Estaba en una tienda de lujo en Madrid, comprando un cochecito de bebé carísimo con su amante, Sabrina.
"Lina, te he alquilado un apartamento de servicio, múdate allí," me dijo por teléfono, su voz mezclada con el ruido de la tienda.
"Cocina mis platos favoritos y prepárate para cuidar del bebé de Sabrina cuando nazca."
Hizo una pausa, como si me estuviera haciendo un gran favor.
"Volveré contigo cuando el bebé crezca un poco."
Un amigo suyo, que estaba con él, se rio a carcajadas.
"Máximo, la has domado a la perfección."
Máximo respondió con una arrogancia que me heló la sangre.
"Es tan patética que hasta aceptaría ser mi amante con tal de no perderme."
Soporté la humillación, como siempre. Nueve años de una relación tóxica me habían enseñado a tragarme el orgullo.
Nuestras familias, la suya poderosa en el mundo del fútbol y los negocios, la mía con el prestigio del toreo, estaban unidas por acuerdos de patrocinio. Mi padre, una leyenda retirada y con la salud delicada, confiaba en este arreglo para asegurar mi futuro.
Pero ya no podía más.
Mientras él seguía hablando, envié un mensaje de texto a otro número.
"Ya hemos roto. ¿Cuándo nos vemos para firmar los papeles?"
La respuesta fue inmediata.
"Mañana. Tomo el primer vuelo a Madrid."
Un segundo después, recibí una notificación de mi banco.
Una transferencia de 5.2 millones de euros.
El concepto: "Para nuestro nuevo comienzo".
Una pequeña sonrisa se dibujó en mis labios. No pude evitarlo.
Máximo lo notó a través de la videollamada.
"¿De qué te ríes? ¿Te has vuelto loca por el dolor?"
Su tono era de pura rabia. Odiaba cualquier cosa que no pudiera controlar, y mi reacción era una de ellas.
Antes de que pudiera responder, la voz chillona de Sabrina interrumpió.
"Máximo, quiero ese brazalete que lleva puesto. El de oro."
Era la pulsera de mi abuela, mi posesión más preciada.
"Dámela," ordenó Máximo.
"No," respondí con firmeza, cubriendo mi muñeca con la otra mano.
"Lina, no me hagas repetírtelo. Dámela ahora."
Su voz se volvió peligrosa. Sabía lo que venía después. La humillación pública era su arma favorita. Pero esta vez, algo dentro de mí se negó a ceder.
"Es de mi abuela. No te la daré."
"Bien," dijo con frialdad. "Entonces vendré a buscarla yo mismo."
Colgó.
Me quedé paralizada, el teléfono aún en mi mano. Sabía que cumpliría su amenaza.
Mi corazón latía con fuerza, no por miedo a él, sino por la decisión que acababa de tomar.
Esta vez, la décima, sería la última.