Desperté en una cama de hospital.
Una enfermera estaba a mi lado, ajustando el gotero.
"¿Qué ha pasado?" pregunté, mi voz era un susurro ronco.
"Tuviste un accidente. Una conductora te atropelló," dijo la enfermera con suavidad. "Has tenido suerte, podrías haber muerto."
Luego su expresión se volvió más seria.
"Lina, lo siento mucho. Tuvimos que hacerte un legrado. Estabas embarazada, pero perdiste al bebé en el accidente."
El mundo se detuvo.
¿Embarazada? No lo sabía. Un hijo de Máximo. Un hijo que nunca conocería.
Las lágrimas empezaron a caer por mis mejillas, silenciosas y amargas.
La puerta de la habitación se abrió. Era Máximo. Su rostro no mostraba ninguna preocupación por mí.
"¿Cómo está Sabrina?" fue lo primero que preguntó a la enfermera.
"La señorita Salazar solo tiene algunos rasguños. Está en observación, pero se recuperará por completo," respondió la enfermera.
Máximo suspiró aliviado. Luego me miró con frialdad.
"El médico dice que Sabrina podría necesitar una transfusión de sangre como medida de precaución. Tienes un tipo de sangre raro, el mismo que ella. Ya he autorizado la donación."
No podía creer lo que estaba oyendo.
"¿Qué?"
"Es solo un poco de sangre, Lina. No seas dramática," dijo con impaciencia. "Es lo menos que puedes hacer después de haberla 'asustado' así en la carretera."
Me quedé sin palabras. Acababa de perder a nuestro hijo, estaba débil y herida, y él me estaba obligando a donar sangre a la mujer que me había atropellado.
La enfermera protestó.
"Señor Castillo, la paciente acaba de sufrir un aborto espontáneo y ha perdido mucha sangre. Una donación ahora podría ser peligrosa para ella."
Máximo la ignoró.
"Hazlo," le ordenó.
La enfermera me miró con compasión, pero no pudo desobedecer las órdenes del hombre que pagaba las facturas del hospital.
Sentí el pinchazo de la aguja en mi otro brazo. Mientras mi sangre fluía, debilitándome aún más, cerré los ojos.
Ya no sentía dolor. Solo un vacío inmenso.
La puerta se abrió de nuevo. Esperaba que fuera Máximo, volviendo para atormentarme más.
Pero no era él.
Era un hombre alto, de traje impecable, con una presencia imponente y unos ojos que me miraban con una infinita tristeza.
Roy Lawrence. El primo de Máximo.