"Señor Javier, debería descansar", dijo en voz baja.
No respondí. Mis ojos estaban fijos en Sofía. Su respiración era débil, su rostro una máscara pálida.
Después de que la enfermera se fuera, Sofía se movió. Se giró hacia mí, sus ojos apenas abiertos.
"Javier", susurró. Su voz era un hilo frágil.
"Estoy aquí, mi amor". Me incliné, tratando de escucharla mejor.
Ella tomó una bocanada de aire. "Tengo que decirte algo".
Esperé.
"Nuestros hijos... Alejandro y Carlos..."
Mi corazón se detuvo por un segundo. Pensé que iba a decirme que los cuidara, que los guiara. Estaba listo para prometerle cualquier cosa.
"No son tuyos", dijo.
El mundo se detuvo. El pitido de los monitores se convirtió en un zumbido sordo en mis oídos.
La miré, buscando una señal de delirio, de confusión por la morfina. Pero sus ojos estaban claros, fríos y decididos.
"Son hijos de Mateo", continuó, sin emoción. "Mi primer amor. El bailarín de flamenco".
Mateo. El hombre del que me había hablado una vez, hace una eternidad. El pobre artista de Andalucía que su familia despreciaba.
Sentí que el aire abandonaba mis pulmones. Cuarenta años. Una vida entera.
"¿Por qué?", logré preguntar.
"Necesitaba un padre para ellos. Un padre rico. Un apellido respetable. Tú eras perfecto, Javier. Siempre tan enamorado, tan dispuesto a darlo todo".
No había disculpa en su voz. Solo una declaración de hechos.
Antes de que pudiera procesar la magnitud de su traición, la puerta se abrió de nuevo.
Entraron dos hombres. Mis hijos. No, sus hijos. Alejandro y Carlos. Detrás de ellos, un hombre mayor, con el pelo canoso pero con la misma arrogancia que recordaba de viejas fotografías.
Mateo.
Se acercaron a la cama de Sofía. Mateo le tomó la mano. Mis "hijos" ni siquiera me miraron. Sus ojos estaban fijos en el hombre que era su verdadero padre.
"Lo has hecho bien, mi amor", le dijo Mateo a Sofía, besando su frente.
Luego, Alejandro se giró hacia mí. Su cara era una copia de la de Mateo. ¿Cómo pude estar tan ciego?
"Javier", dijo, su tono era formal, como si hablara con un empleado. "Te agradecemos tus años de servicio a esta familia. Pero es hora de que te retires con dignidad".
Carlos asintió. "Papá Mateo se hará cargo de las bodegas y del negocio de comercio internacional que fundaste. Ya hemos preparado los documentos".
Miré sus caras. Las caras de los niños que había criado, a los que les había enseñado a montar en bicicleta, a los que había enviado a las mejores universidades del mundo. A los que amaba como si fueran míos.
No había amor en sus ojos. Solo codicia.
Me reí. Un sonido seco y amargo que me raspó la garganta.
"¿Dignidad?", repetí. "¿Creen que me queda algo de eso?"
Me levanté de la cama, ignorando el dolor agudo en mis huesos. Caminé hacia el teléfono junto a la ventana.
"¿Qué estás haciendo?", preguntó Carlos, alarmado.
Marqué el número de mi abogado.
"Arturo", dije, mi voz temblando de rabia. "Cambia mi testamento. Ahora mismo. Todo. Cada euro, cada viñedo, cada botella de jerez. Todo se dona a la caridad".
Hubo un silencio sepulcral.
Luego, la furia explotó en la cara de Alejandro.
"¡Viejo estúpido!", gritó.
Se abalanzó sobre mí. El primer golpe me dio en el estómago, dejándome sin aire. Caí de rodillas.
Carlos se unió a él. Patadas. Puñetazos. El dolor era inmenso, pero distante.
Lo último que vi fue la cara de Sofía. En sus labios, una pequeña y satisfecha sonrisa.
Mi vida se desvaneció en una oscuridad roja y dolorosa.
Mi único pensamiento fue un arrepentimiento profundo.
Si pudiera volver...