Desperté con el sonido de risas y música.
La luz del sol se filtraba a través de las cortinas, cálida sobre mi piel. Olía a césped recién cortado y a las flores del jardín de mi madre.
Estaba en mi antigua habitación, en la casa de mis padres en Madrid.
Miré mis manos. No eran las manos arrugadas y manchadas de un anciano. Eran fuertes, jóvenes.
Me levanté de la cama y corrí al espejo.
El hombre que me devolvía la mirada tenía veintitantos años. El pelo oscuro, sin canas. La cara sin arrugas. El cuerpo fuerte y sano.
Un recuerdo me golpeó. Hoy era la fiesta de verano de la familia de Sofía. El día en que ella, con lágrimas en los ojos, me "propondría" matrimonio.
El día en que comenzó mi infierno de cuarenta años.
Me vestí rápidamente. Un polo, pantalones de lino. Mi mente trabajaba a una velocidad febril.
Ahora lo sabía todo. Sabía que en este preciso momento, Sofía llevaba en su vientre al hijo de Mateo. Sabía que su familia la había presionado para que se deshiciera de él y se casara conmigo. Sabía que su propuesta no era un acto de amor, sino de pura desesperación.
Bajé las escaleras. Mi hermano menor, Leo, estaba en el salón, sirviéndose un café.
"¡Hombre, por fin despiertas!", dijo, sonriendo. "Pensé que te ibas a perder la gran fiesta. Sofía no ha dejado de preguntar por ti".
Leo. En mi vida anterior, él siempre me advirtió sobre Sofía. Decía que había algo falso en ella, que sus ojos no sonreían cuando su boca lo hacía.
Yo nunca le escuché. Estaba ciego de amor.
Esta vez sería diferente.
"Leo", dije, mi voz seria. "Necesito hablar contigo".
Su sonrisa se desvaneció al ver mi expresión.
"¿Qué pasa, Javier? Pareces un fantasma".
Lo llevé al estudio de nuestro padre y cerré la puerta.
"Sofía me va a pedir que me case con ella hoy", le dije directamente.
Leo enarcó una ceja. "¿Y eso es malo? Llevas años esperando esto".
"Está embarazada, Leo. Y el hijo no es mío".
La mandíbula de Leo se tensó. Su expresión juguetona desapareció, reemplazada por una furia helada. Él siempre fue protector conmigo.
"¿De quién es?", preguntó, su voz baja y peligrosa.
"De un bailarín de flamenco llamado Mateo".
Leo soltó una maldición en voz baja. "Esa zorra manipuladora. ¿Y planea que tú seas el tonto que críe al bastardo de otro?".
"Exacto", confirmé. "Pero no va a suceder. No esta vez".
Le conté mi plan. Leo escuchó atentamente, con una sonrisa depredadora formándose en sus labios.
"Me encanta", dijo cuando terminé. "Es hora de que los García aprendan una lección".