Diez años.
Diez años han pasado desde que Mateo me abandonó, embarazada y desangrándome, en la puerta de mi padre.
"Esto es por mi hermana", dijo él, con el rostro impasible de un santo tallado en piedra, "Tu padre, Don Alejandro, el gran maestro, la dejó morir. Ahora, que vea cómo su preciada hija se desangra como un animal".
Ese día, el futuro seminarista que yo amaba desapareció, llevándose consigo mi vida.
Y hoy, nos hemos reencontrado.
Él es Mateo, el influyente funcionario municipal, rodeado de poder y respeto.
Yo soy Isabela, la bailaora de un tablao barato, cuyo nombre se susurra con desprecio.
La música se detuvo. Yo mantenía la pose final, con el sudor pegándome el pelo a la cara, mientras los hombres ricos arrojaban billetes al escenario.
Entonces lo vi. Estaba sentado en la mesa principal, su mirada fría atravesándome. A su lado, el alcalde le sonreía con deferencia.
Mi cuerpo se congeló. El aire se volvió pesado, denso.
El alcalde, un hombre gordo y sudoroso, se levantó.
"Señor Mateo, ¿le ha gustado el espectáculo? Esta es Isabela, la mejor bailaora que tenemos. ¡Una verdadera artista del pueblo!"
Mateo no sonrió. Se levantó lentamente, su figura alta y delgada proyectando una sombra sobre mí. Se acercó al borde del escenario, su rostro a escasos centímetros del mío.
El olor a incienso de iglesia que solía tener se había desvanecido, reemplazado por el aroma caro del poder.
"¿Artista?", su voz era un susurro helado, pero resonó en todo el salón silencioso.
"No, alcalde. No es una artista".
Me miró de arriba abajo, su desprecio era palpable, una bofetada física.
"Es una mujer sucia. Su baile, su cuerpo... todo está sucio".
El silencio se rompió con risas ahogadas y murmullos. La humillación me quemó la cara, pero no bajé la mirada.
Lo sostuve, dejando que viera el odio que reflejaba el suyo.
Él me había creado. Esta mujer "sucia" era su obra maestra.