La salud de mi padre empeoró. El médico dijo que necesitaba una nueva medicina, una muy cara importada de Francia. El precio era astronómico.
El dinero que ganaba apenas cubría el alquiler y la comida para mis hijos, los gemelos, Ángel y Luz.
Desesperada, fui a pedir un préstamo a la dueña del tablao. Se rio en mi cara.
"¿Prestarte dinero a ti? ¿Con qué garantía? ¿Tu baile 'sucio'?".
Fui a los prestamistas. Sus ojos codiciosos me recorrieron de arriba abajo, sus sonrisas insinuantes. Entendí el precio que querían cobrar, y no era con intereses. Salí de allí corriendo, con el estómago revuelto.
Esa noche, bailé con una desesperación febril. Bailé hasta que mis pies sangraron, hasta que mis pulmones ardieron. Pero los billetes que cayeron al escenario seguían siendo una miseria.
Al final de la noche, un hombre se me acercó. Era viejo, gordo y olía a vino rancio.
"He oído que necesitas dinero, bonita", dijo, su aliento caliente en mi cara. "Puedo ser muy generoso".
Me entregó una bolsa pesada. El sonido de las monedas era música para mis oídos.
"¿Qué tengo que hacer?", pregunté, con la voz muerta.
"Ven conmigo a mi casa. Solo para hablar un rato".
Sabía que era una mentira. Pero miré la bolsa de monedas. Era la medicina de mi padre. Era la comida de mis hijos.
Asentí.
Mientras lo seguía por las calles oscuras, sentí una mirada sobre mí. Me giré, pero no vi a nadie. Era solo mi paranoia, pensé.
El hombre me llevó a un apartamento mugriento. Apenas cerró la puerta, se abalanzó sobre mí. Luché, pero él era fuerte.
"¡Quieta! ¡Pagué por ti!", gruñó.
Justo cuando rasgaba mi vestido, la puerta se abrió de una patada.
Mateo estaba en el umbral, su rostro era una tormenta de furia.
Sin una palabra, agarró al hombre por el cuello y lo estampó contra la pared. El sonido de huesos rompiéndose fue nauseabundo. El hombre cayó al suelo, inconsciente.
Mateo ni siquiera lo miró. Se giró hacia mí, su pecho subiendo y bajando con rabia. Sus ojos recorrieron mi vestido rasgado, mi rostro lleno de lágrimas.
Por primera vez en diez años, vi algo más que odio en su mirada. Vi... dolor.
"Isabela...", su voz se rompió.
No pude más. Me derrumbé en el suelo, sollozando, no por miedo, sino por la humillación absoluta, por la desesperación que me había llevado hasta allí.