Firma Robada, Deuda Pesada
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Capítulo 2

Esa noche no pude dormir. Las palabras de mi padre resonaban en mi cabeza. "La unidad familiar". Una excusa que había escuchado toda mi vida.

La unidad familiar significaba que mi padre, Miguel, el segundo de tres hermanos, siempre tenía que ceder ante su hermano mayor, Javier.

La unidad familiar significaba que la abuela Isabel siempre justificaría a Javier, su hijo predilecto, sin importar lo que hiciera.

La unidad familiar significaba que yo tenía que sacrificar mis ahorros de la universidad para pagar una multa de tráfico de mi primo David, el hijo de Javier, porque "el chico está empezando".

Mi madre, Elena, se hartó de esa "unidad familiar" hacía años. Se separó de mi padre y se fue a vivir a Logroño. "No aguanto más servilismo, Santiago", me dijo. "Tu padre adora más a su hermano que a nosotros".

Ella era mi único apoyo real. Fue ella quien pagó mis estudios de enología cuando mi padre dijo que era un capricho caro.

Llamé a mi padre por la mañana.

"El domingo, en la comida en casa de la abuela, tienes que hablar con el tío Javier. Tiene que quitar mi nombre de esa cooperativa ahora mismo".

"Ya veremos, Santiago. No hay que crear problemas".

"El problema ya está creado, papá. Y tiene mi nombre. O lo solucionas, o lo soluciono yo".

Colgué. Sabía que estaba poniendo a mi padre en una situación imposible. Su lealtad estaba dividida, pero siempre, siempre, se inclinaba hacia el lado de su madre y su hermano.

El domingo llegué a casa de la abuela. El olor a cordero asado llenaba la casa. Todos estaban en la mesa. Mi tío Javier, presidiendo como siempre. Mi primo David, mirando su móvil de última generación. Mi tía Carmen, la hermana pequeña, con su habitual expresión cínica. Y mis padres, con la abuela Isabel sentada entre ellos.

"Miguel, hijo", dijo la abuela, sirviéndole la mejor tajada de cordero. "Qué orgullo de hijo eres. Siempre pensando en la familia, sacrificándote por tu hermano. Eres un ejemplo".

Mi padre se hinchó como un pavo real. Miró a Javier, buscando su aprobación. Javier asintió lentamente, con una sonrisa de suficiencia.

Esperé a que terminaran los postres.

"Papá", dije, con la voz firme. "Tenemos que hablar de la cooperativa".

El silencio cayó sobre la mesa.

Mi padre se puso nervioso. Miró a mi abuela, luego a Javier.

"Ahora no es el momento, Santiago".

"Sí, es el momento. Tío Javier, necesito que me saques de la administración de esa empresa. Ahora".

Javier dejó su copa de vino sobre la mesa.

"Santiago, eso son cosas de mayores. Lo hemos hecho para beneficiar a todos. Recibirás tu parte, no te preocupes".

"No quiero una parte de una deuda. Quiero mi nombre fuera de tus chanchullos".

La cara de mi abuela se transformó.

"¡Qué insolencia! ¿Así le hablas a tu tío? ¡Él que tanto hace por esta familia!"

Miré a mi padre. "Papá, di algo".

Mi padre estaba atrapado. La mirada suplicante de mi abuela por un lado, mi exigencia por el otro.

Se levantó. Su rostro estaba rojo de ira y vergüenza.

"¡Te he dicho que te calles!", me gritó.

Y entonces, su mano voló por el aire y me golpeó en la cara. Una bofetada sonora, humillante, delante de todos.

"¡Egoísta! ¡Solo piensas en ti! ¡Vas a romper esta familia!"

                         

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