Mi espíritu, ligero y frío, flota en la esquina polvorienta de la habitación. Abajo, en el suelo de cemento, yace lo que queda de mí.
Hoy es mi cumpleaños número dieciocho.
También es el décimo aniversario de la muerte de mi padre.
El teléfono, tirado a unos centímetros de mi mano inmóvil, suena sin parar. Es la llamada que los hombres que me trajeron aquí me obligaron a hacer.
La voz de mi madre, Annabel Hewitt, resuena desde el altavoz, nítida y cortante como un cristal roto.
"¿Qué quieres, Luciana? ¿No te das cuenta de la fecha que es hoy? ¿No podías elegir otro día para tus dramas?"
Intento gritar, decirle que estoy en peligro, que por favor me ayude. Pero mi voz ya no existe. Solo soy una observadora silenciosa.
Uno de los hombres, impaciente, patea el teléfono más cerca de mi cara.
"¡Mamá...!", un gemido ahogado sale de mi boca rota.
"¡Cállate!", grita ella al otro lado de la línea. "Estoy en medio de algo importante. La fiesta de Scarlett. ¿Lo recuerdas? Tu hermana. La hija que sí me importa".
"Estoy harta de ti, Luciana. Harta de que arruines este día cada año. Harta de tener que ver tu cara, que me recuerda a él, a la desgracia que trajiste a esta familia".
Sus palabras son veneno puro.
"Ojalá nunca hubieras nacido. Ojalá te murieras de una vez".
La llamada se corta.
El silencio que sigue es más pesado que cualquier grito.
Veo cómo los hombres se miran, uno de ellos incluso se encoge de hombros. Ni siquiera ellos esperaban tanta crueldad.
Luego, el dolor vuelve. Un dolor sordo y final. Cierro los ojos, o lo que queda de ellos, y la oscuridad me envuelve por completo.
Cuando mi conciencia regresa, ya no siento dolor. Floto. Soy un fantasma en mi propia escena del crimen.
Y desde aquí, desde este limbo silencioso, lo veo todo.