Mi madre, Annabel, está en una fiesta.
La música es ruidosa, las luces de colores parpadean y la gente ríe. Es la Quinceañera tardía de Scarlett, mi hermanastra. Annabel le arregla un mechón de cabello a Scarlett con una ternura que nunca me dedicó a mí.
"Te ves preciosa, mi vida", le dice, y su voz, la misma que me maldijo hace apenas unas horas, ahora es suave como la miel.
Scarlett sonríe, una sonrisa perfecta y ensayada. "Gracias, mamá. Significa mucho para mí que estés aquí".
"Nunca me perdería esto por nada del mundo", responde Annabel, abrazándola.
Mi espíritu se retuerce. La fiesta se celebra en la fecha de la muerte de mi padre, una fecha que para mí siempre fue de luto y silencio. Para Annabel, parece que el luto solo existía cuando le convenía.
El teléfono de Annabel suena. Es su jefe.
Su expresión cambia al instante, la madre cariñosa desaparece y emerge la profesional fría, la mejor Criminalista de la Ciudad de México.
"¿Qué pasa?", pregunta con voz seca. "Estoy en un evento familiar".
Escucho fragmentos de la conversación. "Taxi abandonado... estacionamiento de la comisaría... cuerpo desmembrado... necesito a la mejor".
Annabel suspira, molesta por la interrupción. Le da un beso en la frente a Scarlett.
"Tengo que irme, cariño. El deber llama. Pero te lo compensaré, te lo prometo".
"No te preocupes, mamá", dice Scarlett con dulzura. "Ve. Yo estaré bien".
Observo a Scarlett mientras Annabel se aleja. La sonrisa dulce se desvanece de su rostro tan pronto como mi madre le da la espalda. En su lugar, aparece una mirada de puro odio y triunfo.
Ella me mira, o más bien, mira hacia la esquina vacía donde floto, como si supiera que estoy aquí.
Y sonríe de verdad.