Máximo me observó con una incredulidad que rápidamente se convirtió en desprecio.
"¿Divorcio? ¿Ahora? ¿Crees que este es el momento para tus dramas, Annabel?"
Su voz era un látigo.
"Justo cuando celebro el futuro de mi casa, tú intentas arruinarlo con tus celos".
No respondí. Mi silencio pareció enfurecerlo aún más.
De repente, un grito agudo rompió la tensión. Luciana, desde su palanquín, señaló hacia una esquina del patio.
"¡El lince! ¡Se ha escapado!"
Un lince ibérico, un animal salvaje y hermoso que Luciana mantenía como una mascota exótica y peligrosa, saltó hacia la zona de las cunas. El pánico se apoderó de todas. Las madres gritaban, intentando proteger a sus bebés.
Sin pensarlo, me lancé hacia mis hijos. El lince se abalanzó sobre mí. Sentí un dolor agudo en la cara cuando sus garras me desgarraron la mejilla. La sangre caliente empezó a correr por mi piel.
Empujé al animal con todas mis fuerzas, protegiendo a mis gemelos con mi propio cuerpo. Los guardias de Máximo finalmente reaccionaron y sometieron a la bestia.
Me levanté, temblando, con la cara destrozada. Máximo corrió, pero no hacia mí. Fue directamente hacia Luciana, que ahora sollozaba de forma dramática.
"¡Oh, Máximo, lo siento tanto! ¡No sé cómo ha podido pasar!", gemía ella.
Máximo la abrazó, consolándola. Luego, se volvió hacia mí, y su mirada era puro veneno.
"¡Tú hiciste esto!", me acusó, señalándome. "¡Soltaste al lince para hacerle daño al hijo de Luciana! ¡Eres una víbora!"
La injusticia de sus palabras me golpeó más fuerte que las garras del animal. La herida en mi cara ardía, pero la herida en mi corazón era mucho más profunda. El hombre que debía protegerme me acusaba del crimen más vil, mientras la verdadera culpable se escondía tras lágrimas falsas.
"No lo hice", dije, mi voz apenas un susurro.
"¡Mientes!", gritó él. "Siempre has odiado a Luciana. ¡No soportas verla feliz!"
Me miró con asco, mi rostro ensangrentado le producía repulsión.
En ese momento, toda esperanza murió. Entendí que no importaba lo que hiciera, para Máximo, yo siempre sería la villana.
Caí de rodillas de nuevo, esta vez no por estrategia, sino por pura desesperación. La sangre goteaba sobre las baldosas de piedra del patio.
"Por favor, Máximo. Déjame ir. Te lo ruego. Concédeme el divorcio".
Él se rió, una risa cruel y sin alegría.
"¿Crees que puedes escapar tan fácilmente de tu castigo? No. Te quedarás aquí. Y para que aprendas a respetar a tu señora, organizarás el bautizo del hijo de Luciana. Tienes tres días. Quiero que sea la fiesta más grandiosa que esta región haya visto jamás".
Me dejó allí, arrodillada y sangrando, en medio del patio, mientras él se llevaba a su amante y a su nuevo heredero para celebrar su victoria.
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