"¡Esperen!", gritó la gitana justo cuando los guardias se movían hacia la puerta. "Hay algo más".
Se acercó a mi hija, Catalina, que seguía ardiendo de fiebre en mis brazos. La examinó con una lentitud teatral. Luego, levantó la vista hacia Máximo, con una expresión de sorpresa fingida.
"Esta niña no está enferma por el frío, señor. Ha sido envenenada".
Máximo me soltó como si mi piel quemara. Su rostro pasó de la furia a una incredulidad horrorizada.
"¿Envenenada?", repitió, la voz rota.
"Sí", confirmó la gitana. "Un veneno lento, para que parezca una enfermedad. Una madre que envenena a su propia hija para culpar a otros... es el acto más malvado que he visto".
La acusación era tan monstruosa, tan retorcida, que me dejó sin aliento. Luciana sollozó, escondiendo el rostro en el pecho de Máximo.
"¡Oh, Dios mío! ¡Qué clase de monstruo haría algo así!"
Máximo me miró. En sus ojos ya no había amor, ni siquiera odio. Solo un vacío gélido. Había cruzado un umbral en su mente. Ahora creía que yo era la encarnación del mal.
"Creí que solo eras celosa y rencorosa", dijo, su voz era terriblemente calmada. "Pero eres un demonio. Envenenar a tu propia sangre para dañar a Luciana...".
Sacudió la cabeza, como si no pudiera comprender la magnitud de mi supuesta maldad.
"No voy a matarte. Sería demasiado piadoso", continuó. "Pero vas a sufrir".
Hizo una seña a sus hombres.
"Traigan las tarántulas".
El pánico me atenazó. Las tarántulas de la bodega eran una especie local cuya picadura no era mortal, pero causaba un dolor atroz, un fuego que recorría las venas durante horas.
"¡No, Máximo, por favor!", grité. "¡Te juro que no lo hice! ¡Luciana miente!"
Pero él ya no escuchaba. Los guardias me sujetaron con fuerza. Uno de ellos trajo una caja de madera. La abrió. Dentro, una enorme araña peluda se movía lentamente.
La cogió con unas pinzas y la acercó a la herida abierta de mi cara.
"Cada vez que Luciana o su hijo sufran, tú sufrirás. Aprenderás lo que es el dolor de verdad".
La araña mordió. Un dolor blanco y cegador explotó en mi rostro, extendiéndose por todo mi cuerpo como ácido hirviendo. Grité, un sonido animal y desgarrado.
Me retorcí, pero los guardias me sujetaban. El veneno era una tortura. Mi única petición, entre jadeos de agonía, era la misma.
"Salven a mi hija... por favor... un médico...".
Máximo me observó sufrir, su rostro impasible.
"Tu hija pagará por tus pecados. Si los dioses quieren que viva, vivirá. Yo no moveré un dedo por la descendencia de un demonio".
Me dejaron caer al suelo, convulsionando de dolor, mientras se llevaban a mi hija febril. Me encerraron en la habitación, sola con mi agonía y la certeza de que mis hijos iban a morir.
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