"El señor ordena que el doctor atienda a la señora Luciana. Está muy alterada por el susto".
El médico me miró con impotencia, recogió su maletín y se fue, dejándome con un simple paño y un poco de agua.
Esa noche, mi hija, la pequeña Catalina, empezó a arder de fiebre. Su llanto era débil, un quejido lastimero que me partía el alma. La lluvia había enfriado la habitación y ella, tan frágil, había enfermado.
Desesperada, envolví a la niña en la única manta seca que tenía y corrí bajo la lluvia hacia la casa principal. No me importaba la humillación, solo necesitaba un médico para mi hija.
La puerta de la alcoba de Máximo estaba entreabierta. Me asomé y lo que vi me congeló.
Máximo estaba sentado junto al fuego, acunando al hijo de Luciana con una ternura infinita. Luciana descansaba su cabeza en su hombro, sonriendo con dulzura. Parecían la estampa perfecta de una familia feliz. Una familia construida sobre mi dolor.
Mi presencia, empapada y desesperada, rompió la idílica escena. El bebé de Luciana se sobresaltó y comenzó a llorar.
Luciana saltó, fingiendo pánico.
"¡Máximo, es ella! ¡Ha venido a hacerle daño a nuestro hijo!", gritó, señalándome.
Luego, corrió hacia un rincón y sacó un pequeño muñeco de trapo, toscamente hecho, con un alfiler clavado en el pecho.
"¡Mira! ¡Lo encontré bajo la cuna! ¡Está usando brujería para maldecir a nuestro bebé! ¡Por eso no deja de llorar!"
Era una trampa tan burda, tan ridícula, que en cualquier otra circunstancia me habría reído. Pero vi la expresión de Máximo y supe que estaba perdido. Su rostro se contrajo en una máscara de furia.
"¿Incluso recurres a las artes oscuras? ¿Tan bajo has caído, Annabel?"
"¡No! ¡Mi hija está enferma! ¡Necesita un médico!", supliqué, mostrándole a Catalina, que gemía en mis brazos.
Máximo ni siquiera la miró.
"¡Guardias!", rugió. "¡Traigan a la gitana!"
Dos de sus hombres trajeron a una anciana hechicera que vivía en los márgenes de la finca, una mujer conocida por sus rituales y sus engaños.
La gitana examinó al hijo de Luciana, que ya se había calmado, y luego me miró con sus ojos oscuros y penetrantes.
"El niño ha sido maldecido", sentenció con voz grave. "La envidia de una mujer estéril de corazón ha envenenado su espíritu. Para romper el hechizo, se necesita la sangre del corazón del niño que comparte su misma hora de nacimiento".
Señaló a mi hijo, Mateo, que dormía plácidamente en su cuna en mi habitación.
El mundo se detuvo. La sangre del corazón de mi hijo.
"No...", susurré, retrocediendo. "No te atreverás".
Máximo me agarró del brazo, su fuerza era brutal.
"Si es la única manera de salvar a mi heredero, lo haré. Tu envidia no destruirá a mi familia".
La locura había consumido por completo a Máximo. Estaba dispuesto a sacrificar a mi hijo para apaciguar a su amante y a una hechicera charlatana.
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