Pasamos toda la noche desenterrando los cuerpos. Los envolvimos en mantas y los escondimos en la bodega, lejos de las miradas curiosas.
Al amanecer, estaba exhausta. Mi cuerpo temblaba y la hemorragia postparto había empeorado.
Tessa me ayudó a volver a la cama justo antes de que Máximo entrara en la habitación.
Me miró, luego miró mis manos sucias y ensangrentadas.
"¿Qué has estado haciendo?", preguntó, con un tono de sospecha.
"No podía dormir", mentí. "Salí a caminar."
No me creyó, pero no dijo nada más. En cambio, me informó de que Yolanda estaba embarazada.
"Está muy nerviosa", dijo. "Tus rituales la asustan. Pero irónicamente, tu presencia parece calmarla. Actuarás como su amuleto personal. Estarás a su lado siempre que te necesite."
La humillación era insoportable. Quería gritar, quería decirle que se fuera al infierno.
Pero entonces pensé en los setenta y dos cuerpos escondidos en la bodega. Tenía que ser fuerte. Tenía que aguantar.
"Haré lo que pidas", dije, con la voz vacía.
Máximo pareció satisfecho. "Bien. Sabía que entenderías."
Más tarde ese día, un hombre se presentó en mi habitación. Era Iván, uno de los jardineros. No lo conocía bien, pero su rostro me resultaba familiar.
"Señora", dijo en voz baja. "Mi abuela me envió. Dijo que su abuelo salvó a nuestra familia de la hambruna hace muchos años. Estamos en deuda con ustedes."
Me miró con compasión. "Sé lo que le ha hecho. Sé lo de su gente. Si quiere escapar, puedo ayudarla. Conozco una salida secreta."
La oferta era tentadora. Podría huir, dejar atrás este infierno.
Pero entonces miré hacia la bodega.
"No puedo irme sola", le dije. "No sin mi gente."
Iván entendió. "Entonces esperaré. Cuando esté lista, búsqueme. Le ayudaré en lo que pueda."
Asentí, agradecida. Por primera vez en días, sentí una pequeña chispa de esperanza.
No estaba sola.