Papá de Espíritu Me Protege
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Capítulo 3

Pedrito llegó a la plaza del pueblo, sus pequeños pulmones ardían por la carrera, sus pies descalzos estaban sucios y heridos. Se dirigió directamente a la tienda de dulces, la única que todavía estaba abierta a esas horas. La luz cálida que salía por la puerta era una promesa de esperanza. Entró, con las pocas monedas que había encontrado en un viejo jarrón de su cuarto apretadas en la mano.

El interior de la tienda olía a azúcar y canela, pero el ambiente acogedor se rompió en cuanto el dependiente lo vio. Era un hombre gordo y con el ceño fruncido, que lo miró de arriba abajo con desprecio.

"¿Qué quieres, chamaco mugroso?", espetó el hombre, "¿No ves que este no es lugar para limosneros? ¡Lárgate de aquí!"

Algunos clientes, vestidos con sus mejores ropas para la noche, se apartaron de él como si tuviera una enfermedad contagiosa, susurrando y mirándolo con asco.

"No soy un limosnero," dijo Pedrito, su voz era un hilo, pero se esforzó por sonar firme, "soy Pedrito, el hijo de Juan, el charro de la hacienda de Doña Elena."

El dependiente soltó una carcajada estridente y cruel.

"¿Tú? ¿Hijo de la patrona? ¡No me hagas reír!", se burló, "La patrona no tendría un hijo tan sucio y andrajoso como tú, ahora lárgate antes de que te eche a patadas."

El hombre dio la vuelta al mostrador y agarró a Pedrito por el brazo, su mano era como un tornillo de banco.

"¡Le digo la verdad!", gritó Pedrito, luchando por zafarse, "¡Mi papá me mandó a comprar un dulce de leche, está muy enfermo!"

"¡Mentiroso!", gritó el hombre, y lo empujó con fuerza hacia la calle. Pedrito cayó al suelo polvoriento, las monedas se le escaparon de la mano y rodaron por el empedrado. Se quedó ahí, inmóvil, la humillación y la desesperación lo abrumaban. Su padre lo estaba esperando, y él había fallado de nuevo.

Mientras lloraba en silencio, sintió una mano suave en su hombro. Levantó la vista y vio a una mujer de rostro bondadoso, arrodillada a su lado.

"¿Estás bien, pequeño?", preguntó la mujer, su voz era cálida y amable.

Pedrito solo pudo asentir, incapaz de hablar.

La mujer le sonrió y sacó un pañuelo para limpiar la suciedad de su cara. Luego, de su canasta, sacó el dulce de leche más grande y apetitoso que Pedrito había visto en su vida.

"Toma," le dijo, poniéndoselo en las manos, "te lo regalo, hoy es un día de celebración y todos deberíamos estar contentos."

Pedrito la miró con los ojos muy abiertos, sin poder creer su suerte.

"Gracias, señora, muchas gracias," balbuceó.

"No tienes que agradecerme a mí," dijo la mujer con una sonrisa, "agradécele a la generosidad de tu patrona, Doña Elena, está dando una gran fiesta en la hacienda para celebrar que el capataz, Don Ricardo, se ha recuperado milagrosamente, nos ha dado comida y dulces a todos los del pueblo para que compartamos su alegría."

Las palabras de la mujer cayeron sobre Pedrito como un balde de agua helada. Una fiesta. Celebración. Alegría. Mientras su padre moría, su madre celebraba la recuperación del hombre que le había robado la vida. La traición era tan amarga, tan total, que le quitó el aliento. El dulce en sus manos de repente se sintió pesado, sucio, un símbolo de la crueldad de su propia madre.

Recordó el rostro de su madre, sus ojos fríos, sus palabras cortantes. "Tu padre está haciendo lo que debe." Ahora entendía. Para ella, su padre no era su esposo, era solo una herramienta, un sacrificio necesario para el bienestar de su hombre de confianza, de su capataz. Y él, Pedrito, era solo una molestia, un estorbo en su mundo de poder y celebraciones.

Apretó el dulce con fuerza, sus nudillos se pusieron blancos. El dolor en su corazón era tan intenso que era casi físico. Miró a la mujer, que seguía sonriendo, ajena a la tormenta que se había desatado dentro de él.

"Gracias," repitió Pedrito, pero esta vez su voz sonó hueca, muerta.

Se dio la vuelta y comenzó a caminar de regreso a la hacienda, ya no corría. Cada paso era pesado, cada respiración era un esfuerzo. Mientras caminaba, pasó junto a la casa del herrero. A través de la ventana abierta, vio al herrero cenando con su esposa y sus dos hijos. Reían y hablaban, compartiendo la comida y el calor del hogar. Una familia. Una familia de verdad.

Pedrito se detuvo y los observó, sintiendo una punzada de envidia tan profunda que lo hizo tambalearse. Él nunca había tenido eso. Su padre lo amaba, sí, pero su madre... su madre era una extraña, una reina de hielo que lo había abandonado en el momento en que más la necesitaba. Ahora, se daba cuenta, no solo había perdido a su padre, también había perdido a su madre para siempre. Ella no lo había abandonado esa noche, lo había abandonado hacía mucho tiempo.

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