Se rio del otro lado de la línea, una risa corta y sin alegría.
"No empieces con tus dramas. Es mi madre. ¿Qué esperabas que hiciera? ¿Qué la dejara en la calle? No seas tan egoísta."
Egoísta. La palabra me golpeó.
Yo, que dejé mi proyecto de maestría en el extranjero para que él pudiera aceptar un ascenso en su trabajo. Yo, que usé mis ahorros para dar el enganche de esta casa, que técnicamente estaba a su nombre por "facilidades fiscales", según él. Yo, que había pasado los últimos cinco años cocinando, limpiando y apoyándolo en todo para que su carrera despegara.
¿Yo era la egoísta?
"No se trata de ser egoísta, Mateo. Se trata de que ni siquiera me lo mencionaste. La casa de tu mamá, ¿por qué la vendió tan de repente?"
"Tuvo una buena oferta. Además, ya está grande, necesita que la cuiden."
Su tono se volvió impaciente, como si le estuviera haciendo perder el tiempo.
"Ya no discutamos. Llego tarde a casa, tengo una cena de trabajo. Haz lo que te dije."
Y colgó.
Me quedé parada en medio de la cocina, con el teléfono en la mano y el jitomate a medio cortar. El silencio de la casa de repente se sentía pesado, opresivo.
La habitación de invitados no era solo una habitación de invitados. Era mi estudio. Ahí estaban mis planos, mis maquetas, los libros de arquitectura que eran mi tesoro. Era el único espacio en esa casa que sentía verdaderamente mío, el último rastro de la Sofía que era antes de Mateo.
Y ahora, tenía que empacarlo todo para hacerle espacio a su madre.
Con un nudo en la garganta, dejé el cuchillo y fui hacia la recámara. Mi corazón latía con una mezcla de rabia y tristeza. Abrí el clóset de Mateo para buscar una maleta donde guardar mis cosas.
Fue entonces cuando lo vi.
En el fondo del armario, detrás de sus trajes caros, había una bolsa de una tienda departamental de lujo. Una que yo no recordaba haber visto. La curiosidad me ganó. La saqué.
Dentro había una caja de zapatos de tacón, de una marca carísima que yo jamás compraría. Pero no eran los zapatos lo que me heló la sangre. Era la talla. Eran un número más pequeño que el mío.
Y junto a la caja, un perfume. No el que yo usaba, sino uno floral, muy dulce. Recordé haberlo olido en su ropa un par de veces en las últimas semanas. Cuando le pregunté, me dijo que era de una compañera de trabajo que lo había abrazado para felicitarlo por un proyecto.
Le creí. Qué estúpida.
Saqué el frasco de perfume. Estaba a medio usar.
Esto no era un regalo para mí que había comprado por adelantado. Esto era la prueba. La prueba de que había otra mujer. Una mujer que usaba zapatos caros y perfume dulce. Una mujer por la que seguramente había tenido esa "cena de trabajo" .
Me senté en el borde de la cama, sintiendo cómo el mundo se me venía encima. La exigencia de que su madre se mudara, el secreto de la venta de la casa, los zapatos, el perfume. Todo encajaba. Todo era una mentira.
Mi matrimonio, mi vida, todo era una farsa construida sobre mi sacrificio y su engaño.
Las lágrimas empezaron a brotar, calientes y furiosas. No eran lágrimas de tristeza, sino de rabia. La rabia de haber sido tan ciega, de haber dado tanto por alguien que me estaba viendo la cara de la forma más descarada.
Me levanté. Ya no iba a llorar.
Fui a mi estudio, saqué una hoja de papel y mi pluma más fina. Con la mano temblorosa pero firme, escribí en la parte superior: "CONVENIO DE DIVORCIO".
No sabía qué iba a pasar. No sabía dónde iba a vivir ni qué iba a hacer. Pero de una cosa estaba segura: no iba a sacar mis cosas de mi estudio. No iba a recibir a su madre en mi casa.
Quien se iba a ir de aquí era él.
Pasaron horas. No cené. No me moví del sillón de la sala, con el papel sobre la mesa de centro, esperando. Cerca de la una de la mañana, escuché el sonido de su coche en la cochera.
Entró a la casa, silbando una melodía alegre. Dejó las llaves en la mesita de la entrada y se quitó el saco.
"¿Todavía despierta? ¿Ya arreglaste el cuarto?" preguntó, sin mirarme.
No respondí.
Finalmente, se dio la vuelta y me vio. Su sonrisa se desvaneció un poco al notar mi expresión.
"¿Qué pasa? ¿Por qué esa cara?"
Se acercó, pero yo no me moví. Mi mirada estaba fija en la hoja de papel. Él siguió mi vista hasta la mesa. Se inclinó para leer lo que había escrito.
Se quedó quieto por un segundo. Luego, soltó una carcajada.
"¿Es una broma? ¿Divorcio? ¿Estás loca, Sofía? ¿Todo esto por lo de mi mamá?"
"No es por tu mamá, Mateo. Es por todo."
Levanté la vista y lo miré directamente a los ojos.
"Es por los zapatos en tu clóset. Por el perfume que no es mío. Por las 'cenas de trabajo' hasta la madrugada. Por tratarme como si fuera tu sirvienta y no tu esposa."
Su rostro cambió. La diversión desapareció y fue reemplazada por una máscara de fastidio.
"Ah, ya veo. Encontraste eso. No es lo que piensas."
"¿Ah, no? ¿Entonces qué es? ¿Un regalo para tu hermana que calza un número menos que yo y usa un perfume que detesta?"
"Era para una clienta. Un gesto de agradecimiento. Eres una paranoica."
La facilidad con la que mintió me revolvió el estómago. Se notaba que lo había hecho antes, muchas veces.
"No me mientas más, Mateo. Se acabó."
Se pasó la mano por el pelo, frustrado.
"Mira, Sofía, estás exagerando. Todas las parejas tienen problemas. No vas a tirar cinco años de matrimonio a la basura por una tontería. Ahora, compórtate. Mañana llega mi mamá y no quiero que haga un escándalo."
Su tono era condescendiente, como si le hablara a una niña malcriada.
"Tu mamá no va a venir aquí. Y no, no voy a tirar cinco años a la basura. Voy a recuperar los cinco años que invertí en ti. Voy a recuperar mi vida."
Me levanté del sillón, sintiéndome más fuerte de lo que me había sentido en años.
"Firma el divorcio, Mateo."
Me miró con genuina incredulidad, como si no pudiera comprender que yo, la dócil y complaciente Sofía, me estuviera atreviendo a desafiarlo.
"Estás cometiendo un error muy grande," dijo, con la voz baja y amenazante. "Vas a arrepentirte de esto."
"El único error que cometí fue casarme contigo," respondí, y por primera vez en mucho tiempo, sentí que la niebla en mi cabeza se disipaba. Veía las cosas con una claridad dolorosa, pero liberadora.
La guerra acababa de empezar, y yo no pensaba rendirme.