El plan era simple, humillante. Debía acercarme a uno de mis tres "amigos" de la infancia, los herederos de las únicas familias que aún importaban, y asegurar un matrimonio. Diego, Santiago o Rodrigo. Cualquiera de ellos serviría para salvar a los Mendoza de la ruina total.
Vi a Santiago primero, apoyado en la barra con su sonrisa encantadora de siempre, esa que prometía todo y no daba nada. Era el cachorro dorado del grupo. Me acerqué, sintiendo las miradas de todos sobre mí.
"Santi, ¿podemos hablar un momento?"
Él se giró, su sonrisa se amplió, pero sus ojos estaban vacíos.
"¡Ximena! Claro, dime. ¿Qué pasa?"
Tomé aire. "Mis padres... bueno, la situación de mi familia no es buena. Pensaban que tal vez... nosotros..."
Santiago soltó una risa suave, como si le hubiera contado un chiste.
"Ay, Ximenita. Siempre tan directa. Te quiero mucho, de verdad, pero como a una amiga, una hermanita. ¿Casarnos? No juegues. Además, no eres mi tipo."
Cada palabra fue un golpe. Me aparté, con la cara ardiendo, y busqué a Diego. Estaba en un balcón, fumando, con su típica pose de chico malo y rebelde. El contraste con el lujo del interior era evidente.
"Diego."
Él me miró de reojo, soltando una nube de humo.
"¿Qué quieres, Ximena?" Su voz era rasposa, sin paciencia.
"Necesito ayuda. Mi familia está..."
"Ya sé cómo está tu familia," me interrumpió. "Todo el mundo lo sabe. ¿Y qué esperas que haga? ¿Que me case contigo para salvar a tu papi de sus malas decisiones? Mírate, eres como una hermana para mí. Siempre lo has sido. Deja de hacer el ridículo."
Me dio la espalda, apagando el cigarro contra la baranda. El desdén en su voz me dejó helada. Solo quedaba una opción.
Rodrigo. El más inteligente, el más frío, el más calculador de los tres. Estaba en la biblioteca, solo, mirando una hilera de libros como si fueran más interesantes que cualquier persona en la fiesta.
Me paré frente a él, sin saber qué decir. Él ni siquiera levantó la vista.
"Rodrigo."
"Dime," dijo, su voz monótona, sin emoción.
"Tú sabes la situación. Mis padres creen que un matrimonio entre nosotros podría..."
Esta vez, sí me miró. Sus ojos grises me analizaron como si fuera un insecto bajo un microscopio. Una pequeña sonrisa, casi imperceptible y llena de desprecio, se dibujó en sus labios.
"¿Tú y yo? ¿Casados?" Soltó una risa seca, sin alegría. "Ximena, por favor. Eres torpe, ingenua y no tienes nada que ofrecerme. ¿Por qué querría atarme a un ancla que se hunde?"
La humillación fue total. Tres de tres. Rechazada, despreciada y ridiculizada por los únicos hombres que mis padres consideraban dignos. Sentí que las lágrimas querían salir, pero las contuve. La rabia empezó a hervir dentro de mí, una rabia caliente y oscura que nunca antes había sentido.
Me di la vuelta para irme, pero entonces, algo dentro de mí se rompió y se rearmó de una forma nueva y peligrosa. Me giré de nuevo hacia ellos, que ahora se habían reunido y me miraban con una mezcla de lástima y diversión.
Levanté la barbilla y forcé una sonrisa.
"No se preocupen por mí," dije, mi voz sonando sorprendentemente firme. "Agradezco su 'preocupación', pero llegan tarde. Ya tengo novio."
El silencio que siguió fue absoluto. Los tres me miraron, confundidos. La diversión en sus rostros se transformó en incredulidad y luego, en algo más oscuro, algo que se parecía al resentimiento.
"¿Qué?" dijo Diego, acercándose. "¿De qué hablas? ¿Quién es?"
"No es de su incumbencia," respondí, saboreando su confusión. "Solo quería que supieran que no necesito su lástima ni su caridad."
Ellos no me tomaron en serio. Vi en sus ojos que pensaban que era una mentira desesperada, un último intento patético por salvar mi orgullo. Y lo era. Pero en ese momento, mientras los miraba, una decisión se formó en mi mente. Ya no era su juguete. Ya no era la niña buena y obediente de los Mendoza. Si querían un juego, les daría uno. Uno que no olvidarían jamás.
Me fui de la fiesta sin mirar atrás, dejando a mis padres con sus planes rotos. En el coche, la fachada se derrumbó. No lloré. El dolor era demasiado profundo para las lágrimas. Era una herida abierta. Recordé la conversación con mis padres esa misma mañana.
"Hija, es la única manera," había dicho mi padre, sin mirarme a los ojos.
Mi madre me tomó las manos. Sus manos, antes suaves y cuidadas, ahora estaban ásperas por la ansiedad.
"Lo hacemos por ti, Ximena. Para que tengas un futuro seguro. Te queremos."
En ese momento les creí. Creí que había amor detrás de su desesperación. Pero ahora, después de la humillación, entendí la verdad. No era amor. Era negocio. Y yo era la mercancía.
Durante años, me había engañado a mí misma. Pensaba que Diego, Santiago y Rodrigo eran mis amigos. Pensaba que el lazo que nos unía desde niños significaba algo. Qué tonta fui. Para ellos, yo solo era un accesorio, la única niña en su exclusivo club de cuatro familias. Útil cuando era conveniente, desechable cuando no.
La imagen de mis padres, avergonzados, siguiendo a los padres de los otros chicos con sonrisas falsas, apareció en mi mente. La humillación no era solo mía, era de ellos también. Y por un momento, la rabia se mezcló con una punzada de piedad. No podía soportar verlos así.
Di la vuelta al coche y regresé a la fiesta. Entré directamente al salón, los busqué con la mirada y caminé hacia ellos.
"Mamá, papá. Nos vamos. Ahora."
Mi voz no admitía discusión. Me miraron sorprendidos, pero vieron la determinación en mis ojos. Por primera vez en mucho tiempo, no era su obediente hija, sino alguien que tomaba el control. Salimos de ahí, dejando atrás el murmullo de la alta sociedad y a los tres hombres que habían sellado mi destino. O eso creían ellos. En realidad, solo me habían dado la motivación que necesitaba. La venganza sería mi nuevo propósito.
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