Venganza Por Mi Honor
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Capítulo 3

La fortuna de los Mendoza no era antigua. Mi abuelo la había hecho desde cero, con trabajo duro y una astucia para los negocios que rayaba en lo deshonesto. Éramos "nuevos ricos", una etiqueta que en los círculos de Diego, Santiago y Rodrigo, era peor que ser pobre. Sus familias tenían apellidos que pesaban, generaciones de poder y dinero que les daban un aire de legitimidad que nosotros nunca tendríamos.

Mi padre, desesperado por ser aceptado, me inscribió en sus mismas escuelas, me obligó a ir a sus aburridas clases de equitación y me empujó a sus círculos desde que éramos niños. Mi trabajo era ser encantadora, ser una de ellos, forjar lazos que solidificaran el lugar de los Mendoza en la élite.

Así que aprendí a sonreír cuando Santiago se burlaba de mis vestidos. Aprendí a no llorar cuando Diego me ignoraba por chicas más populares. Aprendí a interpretar el silencio de Rodrigo como algo profundo en lugar de simple desinterés. Me convertí en una experta en tragarme el orgullo, en aceptar migajas de atención como si fueran un banquete. Todo por la familia. Todo por mi padre.

Pero cuando el negocio de mi padre se derrumbó, arrastrado por una mala inversión y su propia arrogancia, el castillo de naipes se vino abajo. Las sonrisas forzadas de las otras familias desaparecieron. Las invitaciones dejaron de llegar. Mis "amigos" de la infancia se volvieron distantes, sus llamadas cada vez más esporádicas, hasta que cesaron por completo. Fue una lección brutal sobre la naturaleza de esas relaciones: eran transaccionales. Y nosotros ya no teníamos nada que ofrecer.

Fue entonces cuando desperté. Vi la farsa por lo que era. Y el resentimiento comenzó a echar raíces en mi corazón.

Unas semanas después del desastre de la fiesta, la situación empeoró. Las deudas nos ahogaban. Una tarde, mientras conducía hacia una de las muchas entrevistas de trabajo para las que no estaba calificada, una camioneta sin placas me cerró el paso. Dos hombres con pasamontañas bajaron, me sacaron a la fuerza de mi coche y me metieron en la parte trasera.

El pánico fue instantáneo y absoluto. Me vendaron los ojos y me ataron las manos. El olor a sudor y a cigarro barato llenaba el pequeño espacio. No dijeron nada durante el trayecto, lo que era peor. Mi mente se disparó, imaginando los peores escenarios.

Me llevaron a un lugar que olía a humedad y a polvo. Me empujaron a una silla y me quitaron la venda de los ojos. La habitación estaba casi vacía, solo una bombilla desnuda colgaba del techo. Frente a mí estaban los dos hombres, y un tercero, que parecía el líder.

"Así que tú eres la princesita de los Mendoza," dijo el líder, su voz era una lija. "Lástima que a tu papi ya no le quede ni para pagar la luz."

Me quitaron el celular y encontraron el número de mi padre. Lo pusieron en altavoz.

"¿Bueno?" La voz de mi padre sonaba cansada.

"Tenemos a tu hija," dijo el secuestrador. "Queremos cinco millones de pesos para mañana al mediodía si la quieres volver a ver."

Hubo un silencio al otro lado de la línea. Luego, la voz rota de mi padre. "No los tengo. Te lo juro, no tengo ese dinero. Por favor, no le hagan daño..."

El hombre colgó con una maldición. Me miró con asco.

"Tu padre es un inútil. Pero no te preocupes, encontraremos la forma de que pagues tu rescate."

Lo que siguió fue la peor noche de mi vida. No me tocaron, no de la forma que más temía, pero la humillación fue metódica y cruel. Me obligaron a posar para fotos degradantes, vestidos rasgados, lágrimas corriendo por mi maquillaje corrido. Se reían, hacían comentarios vulgares. Cada clic de la cámara era una cicatriz.

"Con esto seguro que alguno de tus amiguitos ricos paga," dijo uno de ellos. "Una princesa en apuros siempre vende."

Estaba en un estado de shock, disociada de mi propio cuerpo. Solo quería que terminara. Cuando pensaba que ya no podía soportar más, la puerta de la bodega se abrió de golpe.

La luz del exterior nos cegó por un momento. En el umbral, recortada contra la noche, estaba la figura de Rodrigo.

No estaba solo. Detrás de él, varios hombres con trajes oscuros entraron en la habitación como una unidad de asalto. Mis secuestradores no tuvieron tiempo de reaccionar. Fueron sometidos con una eficiencia brutal y silenciosa.

Rodrigo caminó directamente hacia mí. No miró a los secuestradores ni a sus hombres. Sus ojos grises, por primera vez, no eran fríos. Estaban ardiendo con una furia que me asustó y, extrañamente, me reconfortó.

Se arrodilló frente a mí, desató las cuerdas de mis muñecas con cuidado. Sus manos temblaban ligeramente.

"¿Te hicieron daño?" Su voz era un susurro ronco.

Negué con la cabeza, incapaz de hablar. Las lágrimas que había contenido durante horas finalmente brotaron, incontrolables. Él se quitó el saco y me cubrió con él, ocultándome de la vista de todos.

Me levantó en brazos como si no pesara nada y me sacó de ese lugar de pesadilla. Afuera, el aire fresco se sintió como una bendición. Me metió en el asiento trasero de su sedán, donde el olor a cuero limpio y a él reemplazó el hedor de la bodega.

Mientras nos alejábamos, no pude evitar preguntarme. ¿Cómo me encontró? ¿Por qué él? De los tres, era el que menos esperaba que viniera a rescatarme. Santiago habría enviado dinero. Diego habría venido a pelear, a hacer un espectáculo. Pero Rodrigo... él vino en silencio, eficientemente, como si estuviera resolviendo un problema matemático.

En ese momento, acurrucada en su saco, sintiéndome segura por primera vez en mucho tiempo, una pequeña y peligrosa semilla de una idea comenzó a germinar en mi mente. Rodrigo, el frío y calculador Rodrigo, tenía una debilidad.

Y esa debilidad era yo.

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