Así que su cama se convirtió en un territorio dividido. Dormían en la misma habitación, pero en camas separadas. Él no podía tocarla, ni siquiera un abrazo casual, a menos que fuera en público, donde Ana necesitaba mantener la imagen de una esposa feliz y devota. Para el mundo exterior, eran la pareja perfecta, ella una empresaria exitosa y una figura pública respetada en su comunidad religiosa, y él, el heroico bombero que la apoyaba incondicionalmente.
Gustavo aguantaba todo en silencio. Había aceptado sus reglas sin protestar porque amaba a Ana profundamente, o al menos, amaba a la mujer que recordaba. Se aferraba a la esperanza de que esa fase religiosa pasara, de que su esposa volviera a ser la mujer cálida y apasionada de la que se enamoró. Por eso, se dedicó a ser el esposo perfecto. Le cocinaba, mantenía la casa impecable, la escuchaba hablar durante horas sobre sus negocios y sus obras de caridad, y nunca, jamás, se quejaba de la soledad que sentía cada noche. Era un sacrificio, pero creía que su amor lo valía.
Un sábado por la tarde, la alarma sonó en la estación de bomberos. Un pequeño incendio en un centro comercial. Nada grave, pero requerían a todo el equipo. Gustavo se puso el uniforme y subió al camión, sintiendo la familiar adrenalina antes de una misión. Al llegar, el fuego ya estaba casi controlado, era solo un contenedor de basura ardiendo en el estacionamiento trasero. Mientras sus compañeros terminaban de apagar las últimas brasas, Gustavo se encargaba de revisar el perímetro, asegurándose de que no hubiera riesgos adicionales.
Fue entonces cuando la vio. Al otro lado del estacionamiento, cerca de la entrada de una cafetería, estaba Ana. Reía a carcajadas, con una alegría que él no había visto en años. Pero no estaba sola. A su lado, un hombre alto y bien vestido la rodeaba con un brazo de manera posesiva. Y en los brazos de Ana, un niño pequeño, de unos dos o tres años, jugaba con su collar. Parecían la estampa perfecta de una familia feliz. El hombre le susurró algo al oído y Ana se inclinó para darle un beso en la mejilla, un gesto lleno de una intimidad que a Gustavo le fue negada por años.
Gustavo se quedó paralizado. El mundo a su alrededor se silenció. El humo, las sirenas, las voces de sus compañeros, todo desapareció. Solo existía esa imagen, esa traición que se desarrollaba a plena luz del día. El hombre que la acompañaba le resultaba vagamente familiar, creía recordarlo de alguna de las cenas de la empresa de Ana. Ricardo, se llamaba. Ana se lo había presentado como un simple colega.
"¡Gustavo! ¡Ya terminamos aquí! ¡Vámonos!"
El grito de Juan, su compañero, lo sacó de su trance. Gustavo parpadeó, volviendo a la realidad. Sus ojos se encontraron con los de Ana a través de la distancia. La sonrisa de ella se borró al instante. En su mirada no había culpa ni sorpresa, solo una fría molestia, como si la presencia de Gustavo fuera un inconveniente inesperado. Luego, sin el menor gesto de explicación, tomó al hombre de la mano y entraron rápidamente a la cafetería, desapareciendo de su vista.
Gustavo tragó saliva, sintiendo un nudo amargo en la garganta. Tenía que volver al camión, tenía que actuar como si nada hubiera pasado. Se subió en silencio, con la imagen de Ana y su nueva familia grabada a fuego en su mente. Durante el trayecto de vuelta a la estación, no dijo una sola palabra. El dolor era tan intenso que apenas podía respirar, pero su deber como bombero lo obligaba a reprimirlo, a mantener la compostura. Era un profesional, y sus problemas personales no podían interferir con su trabajo.
Cuando su turno terminó, condujo a casa de forma automática. Una parte de él esperaba encontrar a Ana allí, lista para darle una explicación, cualquier explicación. Pero cuando entró, la casa estaba vacía y en silencio. Revisó cada habitación. No había ninguna nota. Nada. Era como si la tarde en el centro comercial nunca hubiera ocurrido. Ana y su "nueva familia" se habían desvanecido sin dejar rastro, sin ofrecerle la más mínima consideración. La sensación de abandono fue brutal, una bofetada que se sumaba a la traición.
Ana no llegó hasta pasadas las diez de la noche. Entró con la misma actitud distante de siempre, dejó su bolso sobre la mesa y se dirigió a la cocina a servirse un vaso de agua. Actuaba como si fuera un día cualquiera.
"Estoy agotada" , dijo, evitando su mirada. "El trabajo me está matando" .
Gustavo sintió una oleada de ira. "¿Trabajo? ¿Eso estabas haciendo en el centro comercial?"
Ella ni se inmutó. Tomó un sorbo de agua y lo miró con frialdad. "Ah, nos viste" . No era una pregunta, era una afirmación. "Justo de eso quería hablarte. He estado pensando mucho, Gustavo. Creo que nuestra casa necesita la alegría de un niño. Quiero que adoptemos uno" .
La propuesta era tan absurda, tan descarada, que Gustavo soltó una risa seca y sin alegría. "¿Adoptar? ¿Estás hablando en serio? ¿Quién era ese hombre, Ana? ¿Y de quién es ese niño?"
Ana suspiró, como si la pregunta de Gustavo fuera una impertinencia. "Se llama Ricardo. Es un colega. Y el niño es su hijo, Luisito. La madre los abandonó y él está pasando por un momento muy difícil. Como buena católica, mi deber es ayudarlo" . Se acercó a él, pero mantuvo la distancia. "Y tú, como mi esposo, deberías apoyarme. Además, ya te lo dije, estoy en un periodo de purificación. No me hagas estas escenas tan mundanas. Manchan mi espíritu" .
La excusa religiosa fue la gota que derramó el vaso. "¿Tu espíritu? ¿Y qué hay de mi espíritu, Ana? ¿Qué hay de mi corazón? ¡Lo estás pisoteando!"
Ella lo miró con desdén. "Esa conexión carnal que tanto extrañas es lo que te mantiene atado a lo terrenal. Es un deseo bajo, impuro. Yo ya he trascendido eso" . Sus palabras eran cuchillos, diseñadas para desmantelar su valía. "Nuestro matrimonio debería basarse en el respeto a mi fe, no en tus necesidades primitivas" .
Gustavo sintió que el suelo desaparecía bajo sus pies. No solo lo engañaba, sino que usaba la religión para justificarlo y, peor aún, para humillarlo. "Así que quieres adoptar al hijo de tu amante" , dijo con la voz rota.
"No es mi amante" , respondió ella con una calma exasperante. "Es un alma necesitada. Y Luisito merece un hogar estable. Un padre" .
"Él ya tiene un padre" , replicó Gustavo, sintiendo cómo la esperanza se desmoronaba. "Y parece que tú quieres ser su nueva madre" .
"Los papeles de adopción ya están en proceso" , anunció ella, ignorando por completo su dolor. "Luisito vendrá a vivir con nosotros mañana. Y como Ricardo no tiene a dónde ir, se quedará en la habitación de invitados por un tiempo. Hasta que encuentre un lugar" .
Gustavo se quedó sin palabras. La audacia de Ana era ilimitada. No solo le confesaba su infidelidad de la manera más cruel, sino que planeaba meter a su amante y al hijo de ambos en su propia casa. Al día siguiente, Gustavo se despertó de una noche de insomnio y los encontró en la sala. Ricardo, sentado en su sofá, y Ana, en el suelo, jugando con Luisito. La ternura con la que Ana miraba al niño era algo que Gustavo jamás había recibido de ella. Era una devoción pura, un amor que a él siempre se le había negado. Se sintió como un extraño en su propia casa, un espectador de una vida que no era la suya.
Esa noche, incapaz de dormir, se levantó a beber un vaso de agua. Al pasar por el pasillo, escuchó risas suaves provenientes de la habitación de invitados. La puerta estaba entreabierta. Preocupado por el niño, se asomó con cuidado. Y lo que vio lo destrozó por completo. Ana estaba en la cama, con Luisito dormido entre ella y Ricardo. Ricardo la abrazaba por la espalda, susurrándole cosas al oído. Ana, con los ojos cerrados, sonreía. No era la sonrisa forzada de las fotos públicas, era una sonrisa de pura felicidad y satisfacción. Eran una familia. Y él, Gustavo, era el único que sobraba en esa ecuación.