Todo había estado frente a mí, pero estaba demasiado ciega por el amor para verlo. La rabia hervía dentro de mí, pero la controlé. La Sofía de antes habría corrido a enfrentarlo, a gritarle, a hacer una escena. La Sofía de ahora sabía que el silencio y la estrategia eran armas mucho más poderosas.
Cuando llegué a la oficina, la fila era larga. Mientras esperaba, mi teléfono sonó. Era Marco. Lo ignoré. Volvió a sonar. Y otra vez. Finalmente, contesté.
"Sofía, por el amor de Dios, ¿dónde estás? Vuelve a casa, tenemos que hablar", su voz sonaba desesperada.
"Estoy ocupada, Marco. Te dije a dónde iba".
"¡Esto es ridículo! ¡No puedes estar hablando en serio! ¡Nuestros amigos, nuestras familias! ¿Qué les vamos a decir?".
"Diles la verdad, si te atreves", respondí fríamente y colgué.
Justo en ese momento, escuché una voz familiar a mis espaldas. "¡Marco! ¡Qué sorpresa encontrarte por aquí!".
Me di la vuelta. Era Ricardo, sonriendo de oreja a oreja. Marco, que al parecer me había seguido, estaba a unos metros de él. Al escuchar su nombre, Marco se sobresaltó y casi se tropieza. Ricardo, al verme, cambió su expresión por una de falsa sorpresa.
"¡Sofía! Tú también por aquí. Qué coincidencia", dijo, aunque sus ojos decían otra cosa.
En mi vida anterior, este encuentro habría sido una catástrofe. Habría gritado, acusado, llorado. Pero ahora, simplemente sonreí. Una sonrisa tranquila, casi amable.
"Ricardo, qué gusto verte", dije con calma. "Marco y yo solo veníamos a arreglar unos papeles".
Marco me miró, confundido por mi serenidad. Ricardo entrecerró los ojos, tratando de descifrar mi juego.
"¿Papeles? ¿Qué tipo de papeles?", preguntó Ricardo, con una curiosidad mal disimulada.
Antes de que Marco pudiera inventar una excusa, yo respondí por él. "Oh, cosas de pareja. Ya sabes, planeando el futuro". Mentí con una facilidad que me sorprendió a mí misma. "De hecho, qué bueno que te encuentro. Marco me ha contado que has tenido problemas para encontrar un buen lugar donde vivir desde que llegaste a la ciudad".
Ricardo se tensó. "¿Marco te contó eso?".
"Claro", continué, mi sonrisa nunca flaqueó. "Somos casi familia, ¿no? Estaba pensando, nuestro apartamento es bastante grande. ¿Por qué no te mudas con nosotros temporalmente? Así ahorras en la renta y Marco y tú pueden pasar más tiempo juntos. Sé lo mucho que valoran su... amistad".
El silencio que siguió fue delicioso. Marco me miraba como si me hubiera vuelto loca. Ricardo estaba pálido, sin saber qué decir. Los había arrinconado con mi amabilidad.
Marco, recuperándose del shock, forzó una risa nerviosa. "¡Mi amor, qué generosa eres! Pero no creo que debamos molestar a Ricardo...".
"No es ninguna molestia", lo interrumpí. "De hecho, insisto. Ricardo, te ayudaría mucho a establecerte, y a mí me encantaría tenerte cerca. Podríamos intercambiar ideas culinarias". La ironía en mis palabras era tan espesa que se podía cortar con un cuchillo, pero solo yo la sentía.
Ricardo, atrapado, no tuvo más remedio que aceptar con una sonrisa forzada. "Bueno, si no es molestia... te lo agradezco, Sofía. Eres muy amable".
"No hay de qué", dije. Luego me volví hacia Marco. "Cariño, se hace tarde y la fila avanza. ¿Por qué no vas adelantando el coche? Yo terminaré aquí y los alcanzo".
Marco, desesperado por salir de esa situación incómoda, asintió rápidamente. "Claro, sí, buena idea. Los espero afuera". Y prácticamente huyó.
Ricardo se quedó a mi lado, observándome. "No sabía que eras tan... comprensiva, Sofía".
"La gente cambia, Ricardo. O quizás, simplemente aprenden a ver las cosas como realmente son". Le guiñé un ojo y me di la vuelta para seguir en la fila, dejándolo con mis palabras en el aire.
Sabía que mi invitación los había descolocado. Creían que yo era una tonta enamorada y fácil de manipular. Pero ahora, el juego había cambiado. Al tener a Ricardo bajo mi techo, tendría el control. Podría observar cada uno de sus movimientos, reunir pruebas y preparar mi siguiente jugada.
Mi vida anterior me había enseñado una lección muy dura: nunca pelees una guerra que no estás preparada para ganar. Y esta vez, yo iba a construir mi arsenal pieza por pieza, sonrisa a sonrisa, hasta que estuviera lista para el golpe final. La Sofía que lloraba y suplicaba estaba muerta. La que quedaba era una estratega. Y estaba lista para jugar.