Marco me siguió. "Sofía, ¿podemos hablar? Lo de hoy... lo del divorcio... era una broma, ¿verdad?".
Lo miré, manteniendo mi expresión neutral. "Estaba estresada, Marco. La presión del restaurante, el dinero... a veces digo cosas sin pensar. Olvídalo".
Él suspiró, visiblemente aliviado. "¡Sabía que no podías estar hablando en serio! Me diste un susto de muerte, mi amor". Me abrazó, pero su abrazo se sentía falso, vacío. "Eres la mejor. Tan comprensiva con Ricardo... sabía que entenderías que él solo necesita un poco de apoyo ahora mismo".
Asentí, permitiéndole creer que su manipulación había funcionado. "Claro. Somos un equipo, ¿no?".
Mientras cocinaba, podía sentirlos observándome desde la sala. Estaban confundidos, desconfiados, y eso era exactamente lo que quería. La incertidumbre era mi aliada.
Durante la cena, la tensión era palpable. Yo actuaba como la anfitriona perfecta, preguntándole a Ricardo sobre sus planes, ofreciéndole más comida. Él respondía con monosílabos, mientras Marco intentaba llenar los silencios con conversaciones forzadas sobre el clima.
Después de cenar, mientras recogía los platos, dije casualmente: "Ricardo, la habitación de invitados es un poco pequeña y el baño está al otro lado del pasillo. Sé lo importante que es la comodidad para la creatividad. ¿Por qué no te quedas en nuestra habitación? Tiene baño propio y es mucho más espaciosa. Yo puedo dormir en la de invitados sin problema".
Marco casi se ahoga con su vaso de agua. Ricardo me miró fijamente, sus ojos tratando de leer mi mente.
"¡Sofía, no! ¿Cómo crees? Es nuestra habitación", protestó Marco.
"No seas tonto, cariño. Es solo por un tiempo, hasta que Ricardo encuentre su propio lugar. Además, tú y él necesitan estar cómodos para trabajar en sus... proyectos". Dirigí una mirada significativa a Ricardo. "Quiero que te sientas como en casa. De verdad".
La oferta era tan absurda, tan contraria a lo que cualquier prometida haría, que los dejó completamente desarmados. Si se negaban, parecerían desagradecidos y sospechosos. Si aceptaban, caerían directamente en mi trampa.
Ricardo, después de un largo silencio, sonrió. Una sonrisa que no me gustó nada. "Si insistes, Sofía... no podría negarme a tanta generosidad. Gracias".
Esa noche, mientras trasladaba mis cosas a la pequeña habitación de invitados, escuché a Marco hablar con Ricardo en el pasillo.
"¿Ves? Te dije que no se daría cuenta. Es demasiado ingenua", susurró Marco.
"No lo sé, Marco. Esto es... extraño. Ninguna mujer reacciona así. Ten cuidado".
"Relájate. Está comiendo de la palma de mi mano. Ahora tenemos el campo libre".
Cerré la puerta suavemente, una sonrisa fría dibujada en mi rostro. "Campo libre", pensé. "Justo lo que necesito".
A la mañana siguiente, me desperté temprano. Tenía una cita importante. Cuando salí, Marco y Ricardo aún dormían. Fui directamente al hospital, al mismo donde había muerto en mi vida anterior.
"Buenos días, tengo una cita con el Dr. Hernández", le dije a la recepcionista.
El Dr. Hernández era uno de los mejores gastroenterólogos del país. En mi vida pasada, lo había visitado demasiado tarde. Mi estrés crónico, alimentado por la traición de Marco, había derivado en úlceras sangrantes y, finalmente, en un cáncer de estómago que me consumió.
Esta vez, no esperaría a que los síntomas fueran insoportables.
"Señorita Reyes, sus análisis preliminares muestran una gastritis severa y los primeros signos de ulceración", me dijo el doctor con seriedad después de la revisión. "Es causado por el estrés. Si no lo controla, podría volverse algo mucho más grave. Recomiendo una endoscopia para confirmar y, si es necesario, una pequeña cirugía para cauterizar las lesiones antes de que empeoren".
"Entiendo, doctor", respondí con calma. "Pero hay un problema. No tengo a nadie que pueda firmar como mi contacto de emergencia o autorizar el procedimiento. ¿Puedo firmar yo misma una exención de responsabilidad?".
El doctor me miró, sorprendido. "Es inusual. Normalmente, un familiar o su prometido...".
"Estoy sola en esto, doctor. Y quiero hacerlo lo antes posible. Por favor, dígame qué necesito firmar".
Mi voz no tembló. En mi vida pasada, había rogado a Marco que me acompañara al médico, pero él siempre estaba "demasiado ocupado". Me dijo que eran solo nervios, que exageraba. Muriendo en esa cama de hospital, me di cuenta de que mi enfermedad también era parte de su plan. Una esposa enferma era una carga. Una esposa muerta era una herencia.
Firmé los papeles, sintiendo un peso liberador. Estaba cortando los lazos, uno por uno. Programé la cirugía para la semana siguiente.
Cuando volví a casa, la puerta principal estaba abierta. Escuché risas provenientes de la cocina. Me asomé y la escena me revolvió el estómago.
Ricardo estaba sentado en la encimera, y Marco estaba de pie frente a él, dándole de comer un trozo de pastel directamente en la boca, con la misma cuchara. Se reían, sus rostros muy cerca, en una intimidad que nunca habían tenido conmigo.
No hice ruido. Simplemente me quedé allí, observando, grabando cada detalle en mi memoria. Esta era la prueba que necesitaba, no para un juez, sino para mi propio corazón. Para recordarme a mí misma por qué estaba haciendo todo esto.
Ellos no me vieron. Estaban demasiado absortos en su propio mundo.
Me di la vuelta y volví a mi pequeña habitación. Me senté en la cama y respiré hondo. No sentí dolor, ni celos. Solo un frío y calculador vacío.
El juego apenas comenzaba. Y ellos no tenían idea de las reglas.