El Accidente que Revela Tu Corazón
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Capítulo 3

Desperté con la sensación de un vacío inmenso, no solo en mi vientre, sino en todo mi ser.

La luz del día se filtraba por la ventana, pero para mí, el mundo se había sumido en una oscuridad perpetua.

Alejandro seguía allí, sentado en una silla junto a mi cama, con ojeras profundas bajo los ojos.

Parecía que no se había movido en toda la noche.

"¿Dormiste algo?", le pregunté, mi voz ronca.

Él negó con la cabeza.

"No podía dejarte sola."

Su lealtad era un bálsamo para mi alma herida, pero también resaltaba la ausencia de quien debería estar a mi lado.

"¿Ha llamado? ¿Ha venido?", pregunté, aunque ya sabía la respuesta.

Alejandro evitó mi mirada, y eso fue confirmación suficiente.

"Sofía, no creo que debas..."

"Solo dime la verdad, Alejandro. Por favor."

Respiró hondo, su expresión endurecida por la rabia.

"Llamé a la estación esta mañana. Pedí hablar con él. Me dijeron que había pedido el día libre. Que tenía un asunto familiar urgente que atender."

Un asunto familiar urgente.

Las palabras de Camila resonaron en mi mente: "Ricky, mi amor, ven a la cama".

La náusea me subió por la garganta.

No era solo una traición, era una burla.

Una burla a nuestro compromiso, a nuestro amor, a la vida que habíamos perdido.

"Está con ella, ¿verdad?", dije, mi voz plana, sin emoción.

Alejandro asintió lentamente, su rostro una máscara de dolor por mí.

"Lo siento mucho, Sofía."

En ese momento, algo dentro de mí se quebró definitivamente.

No era un quiebre ruidoso y violento como el de la noche anterior.

Era un quiebre silencioso, frío y definitivo.

El amor que sentía por Ricardo se evaporó, reemplazado por un hielo cortante.

La tristeza dio paso a una calma gélida.

Justo en ese instante, mi teléfono, que Alejandro había puesto en la mesita de noche, comenzó a sonar.

En la pantalla brillaba el nombre "Ricardo".

Tomé el teléfono.

Alejandro intentó detenerme. "No tienes que hablar con él."

"Sí, tengo que hacerlo," respondí, mi voz firme.

Contesté la llamada.

"Sofía, ¿estás bien? Me enteré de que te desmayaste. Quería ir al hospital, pero Camila se puso muy mal cuando intenté irme, le dio un ataque de ansiedad."

Su voz estaba llena de excusas ensayadas, de una falsa preocupación que me revolvió el estómago.

"Estoy bien," respondí, mi tono tan frío como el hielo que sentía por dentro.

"Qué bueno, me tenías muy preocupado," dijo, con un alivio que sonaba completamente falso. "Escucha, sobre lo de anoche... sé que las cosas se oyeron mal, pero tienes que entenderme. Camila es muy frágil, y Leo me necesita. Eres fuerte, Sofía, siempre lo has sido. Sabía que podrías manejarlo."

Me reí.

Fue una risa seca, sin alegría, llena de desprecio.

"¿Manejarlo? ¿Manejar que me dejaras atrapada en un auto en llamas? ¿Manejar que perdiera a nuestro hijo mientras tú le hacías de niñera a tu exnovia?"

Hubo un silencio de shock al otro lado.

"¿Qué... qué dijiste?", tartamudeó. "¿Perdimos al bebé?"

"No, Ricardo," lo corregí, saboreando cada palabra. "Tú lo perdiste. Yo estuve allí. Yo lo sentí morir dentro de mí mientras tú elegías a otra familia."

"Sofía, yo no lo sabía... Dios, yo no lo sabía..."

Su voz se quebró, pero sus lágrimas no me conmovieron.

Eran lágrimas de culpa, no de dolor por nuestra pérdida.

Lágrimas por él mismo.

"No, no lo sabías. Porque no estabas aquí. Porque nunca has estado aquí cuando de verdad importaba."

Tomé una respiración profunda, sintiendo una extraña sensación de poder, de liberación.

"Se acabó, Ricardo."

"¿Qué? No, Sofía, no puedes decir eso. Podemos arreglarlo. Fue un error, un terrible error..."

"No fue un error," lo interrumpí. "Fue una elección. Y tú elegiste. Ahora vive con tu elección."

"¡No puedes hacerme esto! ¡Te amo!"

"No, no me amas. Amas la idea de mí, la mujer conveniente que se adapta a tu vida. Pero ya se acabó. Cuando salga de aquí, recogeré mis cosas. Considera nuestro compromiso roto."

Colgué el teléfono antes de que pudiera responder.

Lo apagué y se lo entregué a Alejandro.

"Ya no lo necesitaré."

Miré por la ventana, hacia un futuro incierto, pero por primera vez desde el accidente, un futuro que era solo mío.

"Alejandro," dije, mi voz clara y decidida. "¿Conoces algún pueblo pequeño y remoto? Un lugar donde nadie me conozca."

Él me miró, sorprendido por el cambio en mi tono.

"Hay un pueblo en la sierra, se llama San Miguel. Es pequeño, tranquilo. ¿Por qué?"

"Soy maestra," respondí, una pequeña sonrisa formándose en mis labios por primera vez. "Quizás necesiten una maestra. Necesito un nuevo propósito. Un nuevo lugar para empezar de cero."

La decisión estaba tomada.

Dejaría atrás la ciudad, el dolor y al hombre que me había destrozado.

Iba a sanar.

Iba a encontrarme a mí misma de nuevo.

Sola.

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