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Clara se apoyó en la pared del elevador mientras bajaba al primer piso. Las puertas se cerraron frente a ella con un suspiro metálico, pero el temblor en sus manos no disminuyó.
¿Qué acababa de hacer?
¿Realmente había aceptado trabajar como asistente personal del mismísimo Alexander Del Valle?
¿Ese hombre de rostro pétreo y mirada de hielo? ¿Ese CEO que hablaba como si dictara sentencias y que parecía más máquina que humano?
Salió del edificio como si huyera de una explosión. Una ráfaga de viento le levantó el cabello, recordándole que el mundo seguía girando... y que ahora tenía un empleo que no sabía si era una bendición o una trampa.
Al día siguiente, Clara llegó a las 6:45 a.m.
Ni siquiera estaba segura de a qué hora debía presentarse, pero decidió apostar por la puntualidad. Aún no entendía cómo era posible que el sistema la hubiera confundido con otra persona, pero lo que sí sabía era que tenía una semana para no estrellarse en público.
Cuando el elevador se abrió en el piso 32, todo estaba en silencio. Las luces del pasillo aún no estaban completamente encendidas, y el aire olía a café recién hecho y cera de piso.
El escritorio destinado a la asistente personal estaba vacío... y frente a ella, la imponente puerta de roble.
Respiró hondo, dejó su bolso en el escritorio, se sentó y abrió la pequeña agenda corporativa que había encontrado sobre la mesa.
Una hoja con las palabras "RUTINA DIARIA" encabezaba la primera página.
6:30 a.m. – Primer café (doble, sin azúcar).
6:50 a.m. – Llamada a Tokio.
7:15 a.m. – Resumen del informe nocturno.
7:30 a.m. – Reunión con sector legal.
8:00 a.m. – Desayuno ligero (no interrumpir).
8:30 a.m. – Correos clasificados.
9:00 a.m. – Tareas de la asistente.
Clara parpadeó. ¿Café? ¿Tokio? ¿Desayuno solitario? ¿Correos "clasificados"?
¿Era esto un empleo o una misión secreta de espionaje corporativo?
Sacó una hoja y escribió a mano sus propios pendientes.
✔ Llegar viva
✔ No tirar café
✔ No llorar en el baño
✔ No decir "esto no lo sé hacer"
✔ No mirar al jefe como si fuera una esfinge egipcia
Justo entonces, la puerta se abrió.
Alexander Del Valle entró como si perteneciera a otra dimensión. Llevaba un traje gris oscuro, perfectamente entallado. Su cabello peinado hacia atrás no tenía un solo mechón fuera de lugar. Caminaba sin prisa, pero con la precisión de un metrónomo. Llevaba una carpeta en una mano y un portafolio negro en la otra.
-Se adelantó -dijo sin mirarla, mientras cruzaba hacia su oficina.
-Buenos días, señor Del Valle -respondió Clara, tratando de que su voz no sonara como la de un hámster nervioso.
-Mi café -fue todo lo que dijo antes de cerrar la puerta.
Clara se quedó paralizada por un segundo.
¡Café! Claro.
Saltó de su silla y fue en busca de la sala común. Tardó siete minutos en encontrarla, derramó café en la primera taza, rompió la segunda, y en la tercera finalmente logró servir uno que no parecía salido de un laboratorio de química.
Volvió trotando, respiró hondo y tocó la puerta suavemente.
-Pase.
Alexander no levantó la vista de su portátil. Clara se acercó con la taza en ambas manos, como si cargara dinamita.
La dejó frente a él con todo el cuidado del mundo.
-Doble, sin azúcar, ¿cierto?
Él alzó la vista y la miró por primera vez desde que había llegado. Sus ojos grises eran igual de fríos que el día anterior.
-Correcto.
Probó el café. No dijo nada. Solo volvió a mirar la pantalla.
Clara dio un paso atrás... y tropezó con el borde de la alfombra.
La taza tambaleó. Ella estiró la mano para evitar que cayera... y el líquido se derramó en la orilla del escritorio.
Silencio.
El tipo de silencio que precede a un desastre natural.
Clara se quedó quieta, con la mano congelada en el aire, como si pudiera retroceder el tiempo.
Alexander tomó una servilleta sin alterar su expresión y limpió con precisión militar la mancha. Luego la miró.
-Una taza menos. Cuente cuántas le quedan.
Ella se quedó sin aire.
-Lo siento muchísimo, fue sin querer, yo...
-Lo sé. Pero lo que uno no quiere igual tiene consecuencias.
Se levantó, dejó la servilleta en la bandeja metálica, y fue hacia la ventana.
-¿Por qué se quedó, señorita Morales?
-¿Perdón?
-Después de saber que fue un error. ¿Por qué no se fue?
Clara parpadeó. Su respuesta fue inmediata, casi sin pensar.
-Porque pensé que, si ya había metido la pata hasta el fondo... al menos podía intentar salir caminando.
Alexander se giró lentamente. Por un instante, la sombra de una sonrisa cruzó sus labios. Apenas una línea curva. Una mueca casi imperceptible.
-Tiene más agallas de las que esperaba.
Se sentó de nuevo y volvió a su pantalla.
-Mi agenda está en su escritorio. Si comete otro error como este, lo sabrá toda la oficina antes del mediodía. Pero si acierta... nadie se enterará. Bienvenida al juego, Morales.
Clara salió de su oficina sin saber si eso era una amenaza, una advertencia... o un cumplido retorcido.
El resto de la mañana fue una maratón de caos encubierto. Clara no sabía qué documentos debía escanear, ni a quién llamar, ni cómo organizar una agenda digital. El sistema de la empresa era más complicado que un cohete espacial, y cada empleado que pasaba junto a ella le dedicaba una mirada mezcla de lástima, burla o escepticismo.
Pero, al mediodía, había logrado confirmar dos reuniones, entregar un resumen financiero que entendió a medias, y archivar cinco carpetas sin que ninguna explotara.
Cuando Alexander salió de su oficina para dirigirse a su almuerzo privado, se detuvo junto a ella.
-¿Cuántas tazas quedan?
-Diecinueve -respondió Clara sin dudar.
-Veremos cuántas sobrevive.
Y se fue.
Clara se recostó en la silla, cerró los ojos y suspiró con fuerza.
Un día. Solo ha pasado un día.
Y ya no podía quitarse de la cabeza la sensación que Alexander Del Valle provocaba cada vez que la miraba.
Como si ella fuera un enigma... y él estuviera decidido a resolverlo, sin importar cuánto caos causara en el proceso.