El aire vibraba con la música y el color, el corazón de nuestra cultura latiendo a la vista de todos. Ricardo estaba a mi lado, su mano en mi espalda, un gesto de posesión que ya no me daba seguridad, sino una extraña inquietud. Sus ojos no estaban en mí, ni en los dignatarios que nos rodeaban. Estaban fijos en el escenario, en una figura que se movía con una energía salvaje, una mujer que no bailaba el jarabe, sino que lo incendiaba.
Era Ximena.
Su falda era un torbellino de colores audaces, su cabello negro volaba libre, sin el recato de un peinado tradicional. Cada zapateado era un desafío, una declaración de independencia que resonaba en el pecho de Ricardo. Lo vi en su mandíbula apretada, en el brillo febril de su mirada. Era la atracción de lo prohibido, del caos frente a mi orden.
Cuando el baile terminó y los aplausos atronaron, Ricardo se inclinó hacia mí, su voz un susurro forzado.
"Demasiado ruidosa, ¿no crees? Vulgar."
Pero sus palabras eran huecas, una mentira que se dijo a sí mismo. Yo no respondí, simplemente observé cómo sus ojos seguían a Ximena mientras bajaba del escenario, riendo a carcajadas con un grupo de músicos, ajena a las miradas de desaprobación de la alta sociedad.
Más tarde, en la recepción privada en el palacio de gobierno, la vi de nuevo. Ximena había logrado entrar, seguramente por alguna conexión de su padre, un general con más influencia que tacto. Ricardo, mi prometido, el hombre que debía representarnos a todos, la buscó con la mirada hasta que la encontró.
Los vi hablar en un rincón, la risa de ella demasiado fuerte, el cuerpo de él demasiado inclinado hacia ella. Sentí una frialdad extenderse en mi pecho, pero mi rostro permaneció sereno, una máscara de compostura que había perfeccionado durante años.
Finalmente, Ricardo regresó a mi lado, su rostro extrañamente pálido. Me tomó del brazo y me llevó a un balcón con vistas a los jardines iluminados. El aire fresco de la noche no hizo nada para calmar el fuego que empezaba a arder dentro de mí.
"Sofía," comenzó, sin poder mirarme a los ojos. "Tenemos que hablar de Ximena."
Esperé.
"Ella es... diferente. Apasionada. Y quiere estar conmigo."
El silencio se estiró entre nosotros, tenso y frágil.
"¿Y qué significa eso para nosotros, Ricardo? Somos prometidos."
Él finalmente me miró, y en sus ojos vi la súplica de un niño cobarde. "Yo quiero que sigas siendo mi prometida, Sofía. Eres perfecta para el papel de primera dama, eres respetada, elegante. Nadie puede quitarte eso."
Hizo una pausa, buscando las palabras para su traición.
"Pero Ximena... ella será mi compañera. La mujer de mi vida. Solo te pido que lo aceptes. Serás la esposa principal, la oficial. Ella estará a mi lado, pero en un segundo plano."
El mundo se detuvo. El sonido de la fiesta se desvaneció, reemplazado por un zumbido en mis oídos. Mi mano, que sostenía una copa de cristal con agua de jamaica, tembló violentamente. El líquido rojo oscuro se derramó sobre mi vestido de lino blanco, una mancha horrible y sangrienta que se extendió como una herida abierta.
La copa se me resbaló de los dedos y se hizo añicos en el suelo de piedra, un sonido agudo y final que pareció romper el último hilo de nuestra relación.
Ricardo miró la mancha en mi vestido, luego los pedazos de cristal, su rostro una mezcla de irritación y pánico.
"Mira lo que has hecho," dijo, como si fuera mi culpa.
En ese momento, la puerta del balcón se abrió. Era mi madre, su rostro preocupado al ver mi vestido manchado y los cristales en el suelo.
"Hija, ¿qué pasó? ¿Estás bien?"
Antes de que pudiera responder, Ricardo intervino, su voz recuperando esa falsa suavidad de político. "No es nada, suegra. Un pequeño accidente. Sofía está un poco alterada por la emoción de la fiesta."
Mi madre me miró, sus ojos sabios buscando la verdad.
Ricardo se acercó a mí, intentando tomar mis manos. Las aparté.
"Sofía, mi amor, no seas dramática," susurró, su aliento olía a vino caro y mentiras baratas. "Es una solución práctica. Serás la primera dama, tendrás todo el respeto y el estatus. ¿Qué más importa? Ximena es solo una pasión. No puedes esperar que un hombre contenga sus deseos. Tienes que ser comprensiva."
Sus palabras, destinadas a calmarme, fueron como echar gasolina al fuego. La humillación era tan profunda, tan pública. Él no solo me estaba traicionando, me estaba pidiendo que bendijera su traición, que me rebajara a mí misma por su conveniencia.
La calma que siempre me había definido se rompió. No con un grito, sino con una claridad helada. Lo miré directamente a los ojos, y por primera vez, vio en mí no a la prometida dócil, sino a la mujer que estaba a punto de destruir su mundo.
"Recoge los pedazos, Ricardo," dije, mi voz tan afilada como el cristal roto en el suelo.
Y sin mirar atrás, salí del balcón, dejando atrás mi vestido manchado, mi compromiso roto y al hombre que había subestimado por completo mi fuerza.