Pero nadie me escuchó. Mi padre, el hombre que se suponía debía protegerme, se abalanzó sobre mí. Me agarró por el cuello de la camisa y me estampó contra la pared.
"¡Monstruo! ¿Cómo te atreves a lastimar a tu propio hermano?" Su rostro estaba rojo de ira. Me abofeteó con fuerza, el golpe me hizo ver estrellas.
Mi suegro se unió a él. Me sujetó los brazos mientras mi padre me golpeaba en el estómago. Caí de rodillas, sin aliento, el dolor era agudo y punzante.
Miré a Sofía, buscando una pizca de ayuda, de compasión. Pero ella se quedó allí, de pie, observando la escena con una frialdad espeluznante. No movió un dedo para defenderme. Solo cuando mi padre levantó el puño para golpearme de nuevo, ella intervino.
"¡Basta!" gritó. "¡Van a lastimarlo!".
Por un momento, una estúpida chispa de esperanza se encendió en mí. Pero se extinguió tan rápido como apareció.
"Tenemos que llevar a Fernando al hospital," continuó, su voz llena de urgencia. "Su pierna podría estar rota".
Su única preocupación era él. Yo no era más que un mueble en la habitación.
Mi padre me soltó con desprecio. Me quedé en el suelo, tratando de recuperar el aliento, mi cuerpo dolía, pero mi corazón dolía más. Estaba tan roto por dentro que ya no podía ni llorar. El pozo de mis lágrimas se había secado.
Me levanté con dificultad, apoyándome en la pared. Nadie me ofreció ayuda. Sofía y mis padres ayudaron a Fernando a levantarse y lo llevaron al coche.
"Vamos al hospital," me ordenó mi padre. "Y más te vale que no intentes nada estúpido".
Fui a mi habitación, me cambié la camisa rota y los seguí en mi propio coche. Cuando llegué al hospital, Sofía ya estaba en la sala de emergencias, llenando los papeles de admisión para Fernando. Lo sostenía del brazo, susurrándole palabras de consuelo.
Una enfermera se acercó a ellos. "Disculpen, ¿son pareja? Necesito la información del paciente".
Sofía se sonrojó, pero no lo negó. "Sí," mintió sin dudarlo. "Él es mi esposo".
Sentí como si me hubieran apuñalado por la espalda una vez más. Me di la vuelta y fui a otra sección del hospital para que me revisaran los moretones. El médico me miró con pena.
"Parece que te dieron una buena paliza," dijo mientras aplicaba una pomada en mis costillas.
"Fue un accidente," mentí, sintiéndome patético.
Más tarde, mientras esperaba en el pasillo, los vi salir de la consulta. Fernando tenía la pierna enyesada y cojeaba dramáticamente, apoyándose en Sofía.
"Ay, mi amor, qué doloroso debe ser," le decía Sofía en voz alta, asegurándose de que yo la escuchara. "No te preocupes, yo te cuidaré. Te daré masajes todos los días hasta que te recuperes".
Fernando le sonrió, una sonrisa de suficiencia. "Gracias, cariño. Eres la mejor esposa del mundo".
Se detuvieron a unos metros de mí, actuando como si yo no existiera. Sus voces eran susurros íntimos, sus miradas llenas de una complicidad que me enfermaba.
"Cuando lleguemos a casa, te prepararé tu postre favorito," le dijo ella.
"Y después, ¿me darás mi medicina especial?" respondió él, guiñándole un ojo.
No pude soportarlo más. Me levanté y caminé hacia el baño. Me encerré en un cubículo y finalmente, las lágrimas que había estado conteniendo brotaron. Lloré en silencio, un llanto amargo y desesperado. Me miré en el espejo del baño, mi rostro estaba pálido, mis ojos rojos. El hombre que me devolvía la mirada era un extraño, un hombre roto. Pero en medio de ese dolor, una nueva sensación comenzó a crecer: un frío y duro deseo de venganza.