El Adiós Que Nunca Dijeron
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Capítulo 4

Las pruebas de compatibilidad se hicieron a una velocidad récord, gracias a la influencia de sus familias. Patrick resultó ser el donante compatible.

Sin dudarlo, se preparó para la cirugía. Lo vi caminar hacia el quirófano, no con miedo, sino con la determinación de un hombre en una misión sagrada.

Horas más tarde, surgió una nueva complicación. Sasha estaba perdiendo mucha sangre en la mesa de operaciones. Su tipo de sangre era raro. Necesitaban donaciones masivas, y el banco de sangre del hospital se estaba agotando.

Leon y Máximo, que esperaban ansiosamente fuera del quirófano, no lo pensaron dos veces.

"Usen la nuestra", dijo Leon al médico. "Tenemos el mismo tipo de sangre."

"Señores, la cantidad que necesita es peligrosa para un donante. Podría debilitarlos gravemente", advirtió el médico.

"No me importa. Sáquenme toda la que necesiten", dijo Máximo, extendiendo el brazo.

Los vi, uno tras otro, sentarse en la silla, viendo cómo su sangre fluía para salvar a la mujer que amaban. Un riñón, sangre... estaban dispuestos a desmantelarse pieza por pieza por ella.

En ese momento, lo entendí todo con una claridad absoluta. Nunca podría competir con eso. No porque ella fuera mejor que yo, sino porque en sus mentes, ella era una causa, un ideal de fragilidad que necesitaban proteger. Yo, en cambio, era una igual, una mujer fuerte. Y eso, para ellos, no era atractivo. Era una amenaza.

Una extraña sensación de paz me invadió. La aceptación. La liberación. Ya no tenía que luchar. La batalla estaba perdida desde el principio, en una vida que ya no era la mía.

La cirugía fue un éxito. Una enfermera se me acercó, con aspecto cansado.

"Señorita, los tres pacientes están estables. El señor Lawrence en recuperación, los señores Bradley y Sullivan descansando tras la donación. ¿Es usted familiar de alguno de ellos?"

Negué con la cabeza. "No. No los conozco."

Saqué mi teléfono. "Pero puedo contactar a sus familias por usted."

Mientras esperaba a que los padres de los "héroes" llegaran, oí a unas enfermeras cuchichear en un rincón.

"Increíble, ¿verdad? El amor que esos tres hombres le tienen a esa chica. Darían la vida por ella."

Sonreí para mis adentros. Su percepción no estaba equivocada.

Regresé a casa justo cuando el sol comenzaba a ponerse. Mis padres me esperaban en la entrada, sus rostros llenos de preocupación.

"Lina, ¿dónde estabas? ¿Y esa venda?", preguntó mi madre, corriendo a mi lado.

"Un pequeño accidente. Estoy bien", la tranquilicé.

Mi padre me entregó una pequeña caja de terciopelo azul. "Esto llegó para ti. De la Ciudad de México."

La abrí. Dentro, sobre un lecho de satén, había un broche de diamantes en forma de agave floreciendo. Era exquisito. Era de Roy Castillo.

"Las familias Lawrence, Bradley y Sullivan han estado llamando sin parar", dijo mi padre, con el ceño fruncido. "Intentando justificar el comportamiento de sus hijos. Diciendo que solo estaban ayudando a una empleada en apuros."

"No te preocupes, papá", dije, cerrando la caja. "Yo me encargaré de ellos."

Esa noche, no dormí. Me dediqué a investigar a Roy Castillo y a su familia. Su historia era fascinante. Un hijo no reconocido que había construido un imperio desde la nada. Un hombre que entendía lo que era ser un extraño.

A la mañana siguiente, fui de compras. No para mí, sino para mi futura familia política. Elegí un chal de vicuña para su abuela, una botella del tequila más raro de nuestra reserva para su padre adoptivo, y un juego de plumas estilográficas antiguas para él. Regalos que hablaban de respeto y seriedad.

Cuando volví a la hacienda, me encontré a los tres potrillos en la sala de estar. Pálidos, agotados, pero de pie. Habían traído regalos. Cajas de las tiendas más caras de Guadalajara.

"Lina, venimos a disculparnos", dijo Máximo, el portavoz.

Pero vi la verdad en sus ojos. No estaban allí por voluntad propia. Sus familias los habían obligado. Su verdadera intención era apaciguar la situación para poder seguir cuidando de Sasha sin consecuencias.

"No es necesario", dije, mi voz cansada. "Acepto sus disculpas. Ahora, si me disculpan, estoy muy cansada y necesito descansar."

Rechacé sus regalos con un gesto de la mano y me di la vuelta para subir las escaleras. Al hacerlo, la pequeña caja de terciopelo azul que había dejado en una mesa auxiliar se cayó al suelo.

El broche de agave de diamantes rodó por el suelo de baldosas, brillando bajo la luz.

                         

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