"Déjala, papá. Siempre ha sido una dramática. Seguramente está en sus días", dijo con una sonrisa burlona. "Además, ¿quién se cree que es? Si no fuera por ti, seguiría siendo una costurera mediocre en alguna fábrica de mala muerte".
En mi vida pasada, Ricardo era el que más me había herido.
Su resentimiento era un veneno lento y constante.
Yo le había pagado sus estudios, sus carísimos ordenadores, su adicción a los videojuegos.
Le preparaba su comida favorita, le lavaba la ropa, me preocupaba por su futuro.
Y él me pagaba con desprecio.
Recordé una vez, cuando él tenía unos doce años. Le había diseñado y cosido a mano un disfraz increíble para una fiesta de la escuela.
Me pasé una semana entera trabajando en él hasta altas horas de la noche.
Cuando se lo di, lo miró con asco y dijo: "Parece hecho por mi abuela. Mis amigos se van a reír de mí".
Ese día lloré en secreto en mi estudio.
Ahora, al escucharlo, ya no sentía dolor.
Solo una fría y absoluta certeza.
Este chico no era un adolescente confundido.
Era una mala persona.
"No vuelvas a llamarme así en tu vida", le dije a Ricardo, mi voz temblando de rabia. "Tú y yo no somos nada. No eres mi hijo, no eres mi familia. Eres solo el hijo del hombre que vive en mi casa".
Me volví hacia Alejandro, mis ojos lanzando chispas.
"Y tú, escúchame bien. Quiero que tú y tus hijos se vayan de mi casa. Hoy mismo".
El aire se quedó sin oxígeno.
La incredulidad en sus rostros era casi cómica.
"¿Te has vuelto loca?", gritó Alejandro. "¿A dónde quieres que vayamos?".
"No me importa", respondí, mi voz cortante como un cuchillo. "Ese ya no es mi problema. Han vivido de mí el tiempo suficiente. Es hora de que aprendan a mantenerse por sí mismos".
Alejandro dio un paso hacia mí, su rostro a centímetros del mío, su expresión transformada en una máscara de pura rabia.
"Tú no vas a echarnos de ninguna parte, ¿me oyes?".
Y entonces, levantó la mano.
El sonido de la bofetada resonó en el pequeño estudio.
Mi cabeza se giró por la fuerza del impacto. Un dolor agudo y punzante explotó en mi mejilla.
El silencio que siguió fue más ruidoso que el golpe.
Laura ahogó un grito. Ricardo se quedó paralizado en la puerta.
Alejandro me miraba, su pecho subiendo y bajando rápidamente, su mano todavía en el aire, como si él mismo estuviera sorprendido de lo que acababa de hacer.
Lentamente, volví a girar la cabeza para mirarlo.
No dije nada.
Solo lo miré.
Y en esa mirada, él vio que había cruzado una línea de la que no había retorno.
La Sofía que podía ser manipulada, intimidada o herida, había desaparecido para siempre en el eco de esa bofetada.
"Vámonos", dijo Alejandro bruscamente a sus hijos, sin apartar la vista de mí. "Dejemos que la reina del drama se calme".
Se dieron la vuelta y salieron del estudio, cerrando la puerta detrás de ellos.
Me quedé sola, la mejilla ardiéndome, el sabor metálico de la sangre en mi boca.
No lloré.
Me toqué la mejilla hinchada y una extraña calma se apoderó de mí.
Esto era bueno.
Esto lo hacía todo más fácil.
Ya no había dudas, ni culpas, ni sentimentalismos.
Solo la fría y dura necesidad de actuar.
Caminé hacia mi escritorio, saqué el teléfono y marqué un número que conocía de memoria.
"¿Oficina del señor Gutiérrez?", dije cuando respondieron. "Habla Sofía Romero. Necesito hablar con él urgentemente. Es sobre la plaza de jefa de diseño en la fábrica de textiles de Villa Esperanza".