Herencia Oculta: Mi Dulce Venganza
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Capítulo 1

El olor a romero y a carne sellada flotaba en el comedor de los Del Valle, una casa enorme en Las Lomas que siempre me pareció demasiado silenciosa, demasiado limpia. Era la cena familiar de cada mes, un ritual que llevaba diez años soportando por Sofía. Ella, mi novia, mi futura esposa, sonreía a mi lado, pero su mano no apretaba la mía con la misma fuerza que cuando estábamos solos.

Su tío Carlos, un hombre de traje impecable y sonrisa falsa, levantó su copa de vino.

"Un brindis", dijo, con una voz que pretendía ser cálida, "por el nuevo proyecto de Eduardito. ¡Un verdadero visionario de las redes!".

Todos en la mesa aplaudieron. Eduardo, el primo de Sofía, se pavoneó en su asiento, un tipo de casi treinta años que vivía de subir fotos con ropa prestada y pedirle dinero a su familia. Su sonrisa era engreída, casi una burla.

"Gracias, tío. Es que hay que saber moverse, ¿entiendes? No como otros que se la pasan sudando en una cocina".

Su mirada se clavó en mí. El comentario no fue sutil, fue un golpe directo. Sentí la sangre subir a mi cara, pero me contuve. Sofía a mi lado se rio, una risita nerviosa, como si fuera una broma sin importancia. No me defendió, nunca lo hacía.

"Eduardo, por favor", dijo su tía Elena, la madre de Sofía, aunque en su tono no había regaño, sino complicidad. "Deja en paz a Ricky. Él hace lo que puede con... su restaurancito".

La palabra "restaurancito" la dijo con un desprecio que intentaba disfrazar de ternura. Mi restaurante, "Fuego Lento", el que yo había construido desde cero con mi trabajo, con el dinero que había ahorrado durante años, el que había puesto a nombre de Sofía como una muestra de amor y confianza antes de la boda. Para ellos, era una cosita, un pasatiempo.

La conversación siguió girando en torno a Eduardo, sus miles de seguidores falsos, sus viajes pagados por sus padres, su increíble habilidad para no hacer nada productivo. El tío Carlos anunció que le comprarían un coche nuevo para que pudiera "crear mejor contenido". La tía Elena le prometió un viaje a Europa para que "se inspirara".

Nadie me preguntó por mi semana, por el nuevo menú que estaba diseñando, por el crítico gastronómico que había visitado "Fuego Lento" y había escrito una reseña espectacular. Para ellos, yo era invisible, un accesorio de Sofía que no encajaba con los muebles caros.

Lo peor vino después del postre. Estábamos en la sala, y Eduardo, con una confianza que me revolvía el estómago, se acercó a mí.

"Oye, Ricky", dijo en voz baja, pero lo suficientemente alta para que Sofía y sus padres oyeran. "Como ahora vas a ser de la familia, pues... se me ocurrió que podrías prestarme unos doscientos mil pesos. Es para invertir en criptomonedas, el futuro, ¿sabes? Te los devuelvo en cuanto pegue".

Me quedé helado. No era la primera vez que pedía dinero, pero nunca de esa forma tan descarada, tan directa. Miré a Sofía, esperando que interviniera, que le pusiera un alto.

Ella solo sonrió, incómoda.

"Ay, primo, ya sabes cómo es Ricky con el dinero", dijo, como si yo fuera el tacaño, el problemático.

El tío Carlos intervino, poniendo una mano en el hombro de Eduardo.

"No te preocupes, hijo. Tu familia sí te apoya. Lo que necesites, te lo damos nosotros. La familia es primero".

Esa frase, "la familia es primero", resonó en mi cabeza. Yo, después de diez años, después de estar a punto de casarme con su hija, no era familia. Era un cajero automático en potencia, un recurso que se negaba a ser explotado.

Y entonces, vi algo que lo cambió todo. Mientras el tío Carlos abrazaba a Eduardo, la mano de Eduardo se deslizó por la espalda baja de Sofía, un toque demasiado íntimo, demasiado familiar. Ella no se apartó. Al contrario, por un segundo, se inclinó hacia él. Fue un gesto mínimo, casi imperceptible, pero para mí fue como una luz de neón en la oscuridad.

De repente, todas las piezas encajaron: las miradas secretas, las risas cómplices, las veces que los encontraba hablando en susurros y se callaban cuando yo llegaba. No era solo favoritismo, era algo más.

Me levanté del sillón. La conversación se detuvo. Cuatro pares de ojos se giraron hacia mí.

"Me tengo que ir", dije, mi voz sonando extrañamente tranquila.

"¿Tan pronto, Ricky?", preguntó la tía Elena, con falsa preocupación. "Pero si todavía no hablamos de los detalles de la boda".

"Ya no hay detalles de qué hablar", respondí, mirándola directamente a los ojos. "Se cancela la boda".

El silencio que siguió fue absoluto, denso, casi se podía tocar. La sonrisa de Sofía se congeló en su cara.

"Ricardo, ¿de qué estás hablando?", susurró, su voz temblando.

No le respondí. Caminé hacia la puerta, sintiendo sus miradas en mi espalda. Mi mente ya no estaba allí. Estaba repasando diez años de relación, diez años de pequeñas humillaciones, de sentirme menos, de ignorar las señales.

El dinero para el restaurante. Mi dinero. Estaba a su nombre. Una ola de frío me recorrió. Había sido un idiota. Un idiota enamorado.

Mientras caminaba hacia mi coche, saqué el teléfono. No llamé a mis amigos. No llamé a mi madre. Marqué el número de mi abogado.

"Arturo", dije cuando contestó. "Soy Ricardo. Necesito que nos veamos mañana a primera hora. Es sobre el restaurante... y todo lo demás".

Colgué. Me subí al coche y me quedé un minuto mirando la fachada de esa casa que nunca había sido un hogar. La rabia que había estado conteniendo empezó a disolverse, reemplazada por una calma helada, una claridad absoluta.

Se había acabado. Y yo iba a recuperar cada centavo.

            
            

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