Me explicó el plan. Aunque el local estaba a nombre de Sofía, la inversión inicial, el dinero para la remodelación, la compra de equipo y el capital de operación, todo había salido de mi cuenta bancaria. Tenía las transferencias, los estados de cuenta, los correos electrónicos donde discutíamos los presupuestos. No podía reclamar la propiedad directamente, pero podía demandarla por el retorno de la inversión total, con intereses.
"Vamos a congelar las cuentas del restaurante", explicó Arturo. "No podrá sacar un peso hasta que esto se resuelva. La vamos a ahogar financieramente. O te paga, o te devuelve el negocio".
Sentí un peso quitarse de mis hombros. Había una salida. No era limpia, no era fácil, pero existía.
"Hazlo", le dije. "Inicia el proceso hoy mismo".
Un par de días después, mientras supervisaba el servicio de la cena en "Fuego Lento", recibí una llamada de un número desconocido. Era Sofía. Su voz era un chillido de furia.
"¡Ricardo Morales, eres un maldito! ¡Me congelaron las cuentas! ¿Qué te crees que estás haciendo?".
"Estoy recuperando lo que es mío, Sofía. Te lo advertí", respondí con calma, mientras le hacía una seña a uno de los meseros para que atendiera la mesa cuatro.
"¡No puedes hacerme esto! ¡Este restaurante es mi vida!", gritó.
"¿En serio? ¿Desde cuándo? Hasta hace una semana era un 'restaurancito'. Ahora que no puedes usar su dinero para tus compras en Polanco, ¿de repente es tu vida?".
Hubo un silencio al otro lado de la línea, cargado de rabia.
"Mis papás no van a dejar que te salgas con la tuya", amenazó. "Te vas a arrepentir de esto".
Colgó. Sabía que no era una amenaza vacía.
La confirmación llegó al día siguiente. Estaba saliendo del restaurante después de cerrar, agotado. Una camioneta de lujo se detuvo bruscamente frente a mí, y de ella bajó la tía Elena, vestida como si fuera a una gala, con el rostro descompuesto por la furia.
"¡Tú!", gritó, señalándome con un dedo tembloroso adornado con un enorme anillo de diamantes. "¡Descarado! ¡Sinvergüenza!".
La gente que pasaba por la calle se detuvo a mirar. El espectáculo había comenzado.
"Señora, por favor, no haga una escena", le pedí, tratando de mantener la compostura.
"¡¿Que no haga una escena?!", casi aulló. "¡Le estás arruinando la vida a mi hija! Después de todo lo que ella ha hecho por ti, después de que te recogió cuando no eras nadie, ¡así le pagas!".
Sus palabras eran veneno puro, diseñadas para herir, para humillarme públicamente.
"Usted no sabe nada de nuestra relación, señora", respondí, mi voz firme.
"¡Sé que eres un aprovechado! ¡Un arribista! Siempre lo supe. Solo querías acercarte a nuestra familia, a nuestro dinero. Pero te salió mal, ¿verdad? ¡Ahora quieres quitarle a mi Sofi lo único que tiene!".
La acusación era tan ridícula, tan alejada de la realidad, que por un momento sentí ganas de reír. Ellos, que vivían obsesionados con el dinero, me acusaban a mí de ser el interesado. La ironía era casi perfecta.
Pero no me reí. La miré fijamente, a esa mujer que me había despreciado durante una década, y por primera vez no sentí ni miedo ni necesidad de su aprobación. Sentí lástima.
"El restaurante lo construí yo, con mi dinero y mi trabajo", dije, mi voz clara y fuerte, para que los curiosos que nos rodeaban escucharan bien. "Sofía no puso un solo peso. Solo puso el nombre en un papel. Estoy reclamando lo que me pertenece. Es una cuestión de justicia".
"¡Justicia!", se burló ella. "¿Qué sabes tú de justicia? Eres un muerto de hambre, un don nadie. Mi hija es una Del Valle. No vamos a permitir que un gato como tú nos venga a decir qué es justo".
"Gato". La palabra me golpeó. Era el término despectivo que usaban en su círculo para la gente de servicio, para los que no tenían "apellido". Diez años, y para ella yo seguía siendo eso. Un gato.
En lugar de enojarme, sentí una extraña liberación. Ya no había nada que salvar, ninguna relación que cuidar. Estaba libre.
"Piense lo que quiera, señora", le dije, dándole la espalda. "Nos veremos en el juzgado".
Comencé a caminar, alejándome de ella, de sus gritos, de su veneno. La escuché gritar una última cosa.
"¡Te vas a quedar solo y pobre, Ricardo! ¡Nadie te va a querer! ¡Vas a morir en la miseria que mereces!".
No voltee. Seguí caminando hacia mi coche, con la cabeza en alto. La relación no solo estaba rota, estaba pulverizada. Y por alguna razón, en medio de ese escándalo callejero, me sentí más fuerte y más seguro de mí mismo que nunca. El alivio de no tener que volver a verla, de no tener que fingir más, era inmenso. La guerra había sido declarada, y yo estaba listo para pelearla hasta el final.