Mi abuelo, con su cabello plateado y una espalda todavía ancha como un ropero, me dio una palmada que casi me saca el aire.
"¡Mijo! Te ves bien, Diego. Fuerte. Pero esta niña tuya... parece que un soplo se la lleva."
Sofía sonrió, una sonrisa tan perfectamente practicada que no llegó a sus ojos.
"Don Ramiro, es un honor estar aquí. Su nieto es el hombre más maravilloso del mundo."
Mi abuelo la miró de arriba abajo, sin disimular su escrutinio. Él nunca había confiado en ella. Decía que tenía "ojos de hambre". Justo cuando iba a responder, un silencio incómodo comenzó a extenderse desde la entrada del jardín, una ola de murmullos que apagó la música.
Sofía se tensó a mi lado. Vi sobre los hombros de los invitados y sentí que la sangre se me helaba. Allí estaba Pedro, mi entrenador de boxeo, parado con una confianza que no le correspondía, con la ropa sudada del gimnasio.
Sofía soltó mi brazo.
"Tengo que hacer algo."
Dijo, y antes de que pudiera detenerla, caminó directamente hacia él. No, no caminó, corrió. Se lanzó a sus brazos y lo besó. Lo besó frente a mi abuelo, frente a mi familia, frente a toda la alta sociedad de México.
La música se detuvo por completo. El único sonido era el jadeo colectivo de los invitados.
Sofía se separó de Pedro, pero lo mantuvo agarrado de la mano. Se giró para mirarme, con los ojos brillantes de un fanatismo que nunca me había dedicado a mí.
"¡Diego!"
Su voz resonó en el silencio mortal.
"¡Tengo que ser honesta! ¡No puedo seguir con esta farsa!"
Señaló a Pedro, que ahora tenía una expresión de falsa humildad en su rostro.
"¡Amo a Pedro! ¡Lo amo porque es real! ¡Tiene un alma humilde, algo que todo tu dinero nunca podrá comprar!"
La humillación fue como un golpe físico. Sentí cientos de ojos sobre mí, algunos con lástima, la mayoría con morbo. Mi cara ardía.
Sofía continuó su discurso, cada palabra un nuevo latigazo.
"No es tu culpa, Diego. Simplemente no eres suficiente para mí. Yo necesito pasión, necesito verdad. No necesito una vida de lujos vacíos. Pedro me ha liberado. Me ha mostrado lo que es el amor verdadero, lejos de la superficialidad de tu mundo."
Pedro asintió solemnemente, como si estuviera de acuerdo con una profunda verdad universal.
"Lo siento, Diego," dijo él, con una voz que pretendía ser comprensiva pero que goteaba arrogancia. "El corazón quiere lo que quiere. No planeamos que esto sucediera."
¡Qué descaro! ¡Qué cinismo! Se atrevían a pararse en la fiesta de mi abuelo, después de haberme traicionado, y a sermonearme sobre el "amor verdadero". La ira comenzó a hervir debajo de la vergüenza, una furia tan caliente que me hizo temblar.
Fue mi abuelo quien reaccionó primero.
"¡Desgraciados!"
El rugido del Santo de Plata silenció hasta el viento. Se movió con una velocidad sorprendente para un hombre de ochenta años, apartando a los invitados como si fueran muñecos de trapo. Agarró una botella de tequila de una mesa cercana y la levantó.
"¡En mi casa! ¡En mi fiesta! ¡Vienen a deshonrar a mi nieto!"
Sus ojos, los mismos ojos que habían aterrorizado a rudos y técnicos por igual durante décadas, estaban inyectados en sangre.
"¡Te voy a enseñar lo que es un alma humilde cuando te la arranque del cuerpo, pedazo de mierda!"
Pedro, el valiente boxeador, retrocedió, escondiéndose ligeramente detrás de Sofía. Ella, en un acto de estupidez monumental, se enfrentó a mi abuelo.
"¡No se atreva a tocarlo! ¡Esto es entre Diego y yo!"
Mi abuelo se rio, un sonido seco y peligroso.
"Tú no eres nada, niña. Eres un adorno que se rompió. Pero este," dijo señalando a Pedro con la botella, "este se metió con la familia Ramírez. Y eso se paga."
Pedro, viendo que la situación se salía de control, agarró a Sofía del brazo.
"Vámonos, mi amor. No tenemos nada que hacer aquí, con esta gente violenta."
Caminaron hacia la salida, con la cabeza en alto, como si fueran los héroes de una película romántica. Pasaron a mi lado y Sofía tuvo la audacia de susurrar:
"Espero que algún día lo entiendas, Diego."
Se fueron. El silencio que dejaron era pesado, lleno de juicios y burlas silenciosas. Uno por uno, los invitados comenzaron a despedirse con excusas torpes.
"Felicidades, Don Ramiro. Nos retiramos."
"Una gran fiesta. Lamentamos que terminara así."
"Diego, lo sentimos mucho."
Cada palabra era una pala de tierra sobre mi tumba social. En quince minutos, el enorme jardín estaba casi vacío. Solo quedaba la familia, los sirvientes recogiendo los restos de la fiesta y un silencio sepulcral.
Mi abuelo se sentó pesadamente en su silla, que parecía un trono. Dejó la botella sobre la mesa con un golpe seco. Me miró, y por primera vez en mucho tiempo, no vi ira, sino un cálculo frío y oscuro.
"No te preocupes, mijo," dijo en voz baja. "Esto no se queda así."
Se inclinó hacia adelante, susurrando como si compartiera un secreto sagrado del ring.
"A esa familia le vamos a poner una maldición. Le haremos un 'mal de ojo' tan fuerte que desearán no haber nacido. El Santo de Plata jura venganza."
Y en su voz, no había humor, solo la promesa de una retribución bíblica al estilo de la lucha libre.
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