Deshonra y Redención
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Capítulo 3

Sin apartar la vista de los ojos de Pedro, llamé a mi asistente.

"Laura, ven al gimnasio. Ahora."

Pedro levantó una ceja, todavía con esa sonrisa condescendiente.

"¿Pasa algo, jefe?"

La palabra "jefe" era una burla. Él sabía que yo era su jefe. Él trabajaba para mí. O mejor dicho, trabajaba.

Laura llegó en menos de un minuto, con su tableta en la mano, lista para tomar notas.

"Dígame, señor Ramírez."

"Laura," dije, mi voz plana y sin emoción. "Procesa el despido inmediato del señor Pedro... ¿Cuál es tu apellido?"

Pedro borró la sonrisa de su cara.

"Sánchez. Pedro Sánchez. ¿Qué significa esto, Diego? No puedes despedirme."

"Lo acabo de hacer," respondí. "Laura, asegúrate de que su liquidación sea la mínima que exige la ley. Y quiero que seguridad lo escolte fuera del edificio en los próximos cinco minutos. Su acceso queda revocado permanentemente."

Pedro dio un paso hacia mí.

"¡No puedes hacerme esto! ¡Esto es por Sofía! ¡Es una venganza personal! ¡Es injusto!"

Su voz se elevó, atrayendo la atención de todos los que estaban en el gimnasio. Intentaba presentarse como una víctima.

"Eres un excelente entrenador," admití con una calma que lo descolocó. "Pero tu presencia aquí... distrae. Y no pago a mis empleados para que se acuesten con mis prometidas. Es una política no escrita."

Laura, a mi lado, carraspeó para ocultar una risa. Luego, con una seriedad impecable, anotó en su tableta.

"Anotado. Nueva política corporativa: prohibido el contacto íntimo con las prometidas del CEO. ¿Algo más, señor?"

Su comentario rompió la tensión y varias personas en el gimnasio tuvieron que darse la vuelta para ocultar sus sonrisas. La humillación de Pedro era ahora pública.

"¡Esto es ridículo!" gritó, su rostro enrojecido por la furia. "¡Me estás despidiendo porque no soportas que Sofía me eligiera a mí! ¡Eres un niño rico y mimado que no puede aceptar la derrota!"

Se golpeó el pecho dramáticamente.

"Yo soy un hombre de verdad, un hombre que se gana la vida con el sudor de su frente. ¡Ella vio eso en mí! ¡Vio un alma, no una cuenta bancaria! ¡Y tú, por tu ego herido, me dejas en la calle! ¡Me quitas el pan de la boca!"

Era una actuación digna de una telenovela barata. Se presentaba como el proletario oprimido por el capitalista malvado.

"Pedro," dije, acercándome un paso. "No te estoy quitando el pan de la boca. Te estoy quitando el acceso a mi gimnasio privado, a mis ejecutivos y a mi nómina. Lo que hagas con tu boca y con quién la uses ya no es de mi incumbencia."

Mi voz era un susurro peligroso.

"Pero déjame aclararte algo. No te despido por mi ego. Te despido porque eres un imbécil. Porque pensaste que podías faltarle el respeto a mi familia, en mi cara, y seguir cobrando mi cheque. Eso no es tener un 'alma humilde', eso es ser un parásito con delirios de grandeza."

"¡Yo no soy un parásito!" replicó, casi gritando. "¡Sofía y yo nos amamos! ¡Lo nuestro es puro!"

"Lo vuestro es una conveniencia," lo corregí. "Ella buscaba un cliché para rebelarse y tú buscabas un trampolín para escalar. La única cosa 'pura' en todo esto es tu descaro."

"¡No sabes nada de nosotros!"

"Sé que te entrenabas en mi gimnasio, con mi equipo, mientras te acostabas con mi prometida en mi casa. Creo que sé lo suficiente."

Seguridad llegó en ese momento. Dos hombres enormes, con trajes impecables, se pararon a cada lado de Pedro.

"Señor Sánchez, por favor, acompáñenos," dijo uno de ellos con una voz monótona.

Pedro miró a su alrededor, buscando apoyo, pero solo encontró miradas de desprecio y diversión. Su acto de víctima se había derrumbado.

Justo cuando los guardias iban a tomarlo del brazo, las puertas del gimnasio se abrieron de golpe.

Era Sofía.

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