El Precio de Mi Corazón
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Capítulo 1

Diez años.

Habían pasado diez años desde que me enamoré perdidamente de Alejandro Vargas.

Diez años en los que me convertí en su sombra, su asistente, su "perrita faldera". Así me llamaban sus amigos, y él nunca lo negó.

Yo, Sofía Romero, una compositora con más sueños que realidades, le entregué una década de mi vida, esperando una migaja de su afecto.

Esta noche, la lluvia golpeaba las ventanas de mi pequeño departamento con furia, un reflejo perfecto de la tormenta en mi interior. Tenía un dolor de cabeza terrible y un mareo que no me dejaba en paz desde hacía días.

El teléfono sonó, y mi corazón dio un vuelco estúpido, como siempre.

Era él.

"Sofía, ¿dónde estás? Necesito que me traigas la partitura que está sobre mi piano. Es urgente".

Su voz era fría, exigente, sin un "¿cómo estás?".

"Estoy en casa, no me siento muy bien, Alejandro".

"No me importa, Sofía. Camila la necesita para su práctica de mañana. Tráela ahora".

Camila Flores. Su "alma gemela". La pianista de corazón frágil que siempre necesitaba algo. Y yo siempre era la encargada de conseguirlo.

"Pero está lloviendo a cántaros, y..."

"Te dije que es urgente".

Colgó.

Sin más, me levanté, el mareo haciéndome ver puntos negros. Me puse un impermeable sobre la ropa de casa y salí a la noche hostil.

El estudio de Alejandro no estaba lejos, pero la lluvia era tan densa que el camino se sentía eterno. El agua helada se colaba por mis zapatos y me empapaba los pantalones.

Cuando llegué, temblando de frío y con el cuerpo cortado, entré sin tocar. Era una de mis pocas "ventajas".

Él estaba en el sofá, con una copa de vino en la mano, viendo a Camila tocar el piano. No se giró a verme.

"Déjala ahí y vete".

Mis ojos se posaron en la música que Camila tocaba. Era mi melodía. Una pieza que había compuesto la semana pasada, una que le había mostrado a Alejandro en un momento de tonta esperanza. Le había dicho que era lo más personal que había escrito.

Él se la había dado a ella.

"Esa canción...", mi voz salió como un susurro roto.

Camila se detuvo y me miró con una sonrisa condescendiente.

"¿Te gusta? Alejandro la escribió para mí. Dice que captura la fragilidad de mi alma".

Alejandro ni siquiera me miró. Solo asintió, dándole la razón a ella.

Sentí que el suelo se abría bajo mis pies. No era solo la humillación, era el robo, la anulación total de mi existencia.

El mareo volvió con más fuerza. Me apoyé en la pared, tratando de respirar.

"Ya déjate de dramas, Sofía, y lárgate. Arruinas el ambiente", dijo Alejandro, finalmente volteando a verme con puro fastidio en la cara.

No pude responder. El dolor de cabeza se convirtió en una punzada insoportable, y todo se volvió negro.

...

Los días siguientes fueron un borrón. Desperté en mi cama, no sé cómo llegué. Alejandro nunca llamó.

El malestar no se iba, así que finalmente fui al médico.

Después de una serie de estudios, me senté frente a un hombre de bata blanca que me miraba con lástima.

"Señorita Romero... lo lamento mucho. Es cáncer cerebral. En una etapa muy avanzada".

La palabra "terminal" flotó en el aire, aunque no la dijo directamente. Me dio tres meses de vida. Como máximo.

Salí del consultorio en un estado de shock. El mundo seguía girando, los autos pasaban, la gente reía, pero para mí, todo se había detenido.

En un impulso de no sé qué, de necesidad de un último anclaje, llamé a Alejandro.

Le conté todo, con la voz plana, sin lágrimas.

Hubo un silencio al otro lado de la línea. Luego, por primera vez en años, escuché algo que sonó como preocupación.

"¿Dónde estás? Voy por ti".

Esa noche, Alejandro fue diferente. Me llevó a cenar a un lugar caro. Me tomó de la mano. Me miró a los ojos.

"Sofía, he sido un idiota. No me di cuenta de lo que tenía hasta que estuve a punto de perderlo".

Mi corazón, estúpido y traicionero, empezó a latir con una esperanza enfermiza.

"Quiero cuidar de ti estos últimos meses. Quiero que seas mi esposa".

Se arrodilló. Sacó un anillo.

La gente en el restaurante aplaudió. Yo, en mi niebla de dolor y enfermedad, solo podía llorar.

Le dije que sí.

Los días siguientes fueron un sueño extraño. Alejandro era atento, casi cariñoso. Camila había desaparecido del mapa. Por primera vez, sentía que él me elegía a mí.

Pero había algo raro. Insistía en que me hiciera más estudios en una clínica específica, la misma donde trataban a Camila. Hablaba mucho de la donación de órganos, de lo noble que era dar vida después de la muerte.

Una tarde, mientras él estaba en una reunión, su teléfono vibró sobre la mesa. Era un mensaje de Camila.

"¿Ya la convenciste? Los médicos dicen que mi corazón no aguantará mucho más. Necesito que firme los papeles de donación antes de que sea tarde. Tu futura 'esposa' tiene un corazón muy compatible con el mío".

Leí el mensaje una, dos, tres veces. El aire se escapó de mis pulmones.

No era amor. No era arrepentimiento.

Era una sentencia de muerte con una fachada de boda.

Quería mis órganos. Quería mi corazón para dárselo a ella.

El mundo se me vino encima. La traición era tan profunda, tan monstruosa, que eclipsaba incluso el diagnóstico de cáncer.

En ese momento de lucidez absoluta, de dolor puro, recordé algo. El médico que me diagnosticó... tenía el mismo apellido que el cardiólogo de Camila. Y la clínica a la que Alejandro insistía que fuera... era la misma.

Con manos temblorosas, busqué en internet. Encontré mi expediente de otro hospital, de un chequeo general que me había hecho hacía seis meses. Estaba perfectamente sana.

Llamé a Ricardo "Ricky" Torres, mi amigo de la infancia, el único que nunca me había juzgado. Le conté todo, el supuesto cáncer, la propuesta, el mensaje de Camila.

"Ricky, ¿puedes conseguirme una cita con otro oncólogo? Uno de confianza. Mañana mismo".

Al día siguiente, mientras Alejandro planeaba nuestra "boda express", yo estaba en otro hospital, repitiendo los estudios.

El nuevo médico miró los resultados, luego me miró a mí, confundido.

"Señorita Romero, no sé quién le dijo que tenía cáncer, pero está completamente equivocada. Tiene un cuadro de estrés agudo y anemia, probablemente por mala alimentación y agotamiento. Pero no hay ningún tumor. Está sana".

Sana.

Estaba sana.

No me iba a morir.

La alegría debería haberme inundado, pero en su lugar, sentí un frío glacial.

No me iba a morir, pero ellos habían planeado mi muerte. Habían jugado con mi vida y mis sentimientos de la forma más cruel imaginable.

La Sofía que había aguantado diez años de humillaciones murió en ese consultorio.

La que salió de ahí era otra persona.

Una persona que iba a hacerles pagar por todo.

Regresé a casa y Alejandro me recibió con una sonrisa radiante.

"Amor, ya está casi todo listo para la boda. En una semana serás la señora Vargas".

Lo miré, y por primera vez, no sentí amor. Solo un profundo y helado desprecio.

Le sonreí de vuelta, una sonrisa que no llegó a mis ojos.

"No puedo esperar, Alejandro. Será el día más feliz de mi vida".

Mentí. Porque el día más feliz de mi vida no sería mi boda.

Sería el día de su ruina.

            
            

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