Ni siquiera mi desmayo, mi evidente estado de salud precario, fue más importante que un malestar de Camila. Una oleada de amargura me subió por la garganta. ¿Qué esperaba? ¿Que de repente le importara?
Cerré los ojos, y un recuerdo vino a mí sin ser llamado.
Fue al principio, cuando apenas empezábamos a salir. Yo tenía diecinueve años, él veintidós. Éramos solo dos estudiantes de música llenos de sueños. Una tarde, en el parque, le mostré mi primera composición seria. Él la leyó con atención, sus ojos brillando.
"Sofía, esto es... increíble. Tienes un don. Nunca dejes que nadie te diga lo contrario".
Ese día, me besó por primera vez. Y yo le creí. Creí que veía mi talento, que me veía a mí.
El recuerdo se agrió, cambiando de escena. Un año después, en una fiesta. Alejandro ya empezaba a ser conocido. Ahí fue donde conoció a Camila, la hija de un productor influyente, con su historia trágica de un corazón enfermo.
Recuerdo estar buscándolo y encontrarlo en un balcón. Él estaba escuchando a Camila hablar, con la misma mirada de fascinación que una vez me dedicó a mí.
Cuando me acerqué, él me presentó de una forma extraña.
"Camila, ella es Sofía. Me ayuda con algunas cosas de música".
¿Ayuda? Éramos novios. Yo era su colaboradora, su musa. Pero en ese momento, frente a Camila, me redujo a una simple asistente.
Ese fue el principio del fin.
El sonido de la puerta abriéndose me sacó de mis pensamientos. No era Alejandro. Eran dos de sus amigos, Mateo y Daniel, con unas sonrisas burlonas en la cara.
"¡Vaya, vaya! Miren a la bella durmiente", dijo Mateo, dejando unas flores baratas en la mesita de noche.
"Alejandro nos dijo que te desmayaste. Qué dramática, Sofi", añadió Daniel.
"¿Dónde está él?", pregunté, ignorando sus pullas.
Mateo soltó una carcajada.
"¿No te enteraste? Ganó la apuesta".
Lo miré sin comprender.
"¿Qué apuesta?".
"Hace años, cuando empezaste a pegártele como chicle, Alejandro apostó con nosotros que no aguantarías más de un año de su trato. Yo dije que dos. Pero mírate, diez años después, sigues aquí, moviendo la colita. Nos ganó a todos. Nos debe una buena borrachera".
Cada palabra era un golpe. Una apuesta. Mi amor, mi dedicación, mi dolor... todo había sido el tema de una broma cruel durante una década.
Las lágrimas que no había derramado por el cáncer, ni por la traición, empezaron a brotar, calientes y llenas de rabia.
"Lárguense. Fuera de aquí", siseé.
Se rieron y se fueron, dejándome sola con los pedazos de mi humillación.
Cuando finalmente me dieron el alta, fui a mi departamento. Sobre la cama, había una pequeña caja. Dentro, estaba mi pulsera. La pulsera de plata que mi madre me había dado antes de morir. Se la había dado a Alejandro la noche de la "propuesta". Le dije que, ya que me iba a morir, quería que tuviera lo más valioso para mí.
Ahora me la devolvía. Estaba rota. Un eslabón estaba aplastado, como si alguien la hubiera pisado sin cuidado.
El mensaje era claro. Ni siquiera mi último deseo, mi objeto más sagrado, tenía valor para él.
Me senté en el suelo, con la pulsera rota en la mano, y lloré hasta que no me quedaron fuerzas.
Fue entonces cuando mi laptop sonó con la notificación de un correo nuevo. Era de Ricky.
Asunto: ¡La oportunidad de tu vida!
"Sofi, ¿te acuerdas de la Beca de Composición de la Academia de Música de Viena? ¡La abrieron de nuevo! Envié tu portafolio sin que supieras (perdón por el atrevimiento, pero eres demasiado talentosa para desperdiciarte). ¡Y les encantó! Quieren entrevistarte. Es una beca completa, con estancia y todo. Es tu oportunidad de escapar, de ser tú. Por favor, piénsalo".
Viena. Lejos de Alejandro, lejos de Camila, lejos de esta vida miserable.
Una pequeña llama de esperanza se encendió en mi pecho.
Esa noche, Alejandro apareció en mi puerta. No para ver cómo estaba, sino para darme órdenes.
"Mañana tenemos que ir a ver los salones para la boda. Y necesito que me ayudes a terminar los arreglos de una nueva canción para Camila".
Lo miré, sintiendo una calma extraña, una distancia gélida.
"Alejandro, estaba pensando... ¿y si me voy? Hay una oportunidad en Viena...".
Él soltó una carcajada, tan fuerte y genuina que me heló la sangre.
"¿Viena? ¿Tú? Por favor, Sofía, no seas ridícula. ¿Quién te crees que eres? Tu lugar está aquí, a mi lado. Ahora que estás enferma, más que nunca. Deja de soñar despierta y sé útil".
Lo miré fijamente, la llama de esperanza ahora convertida en un fuego gélido de determinación. Ya no había dolor, no había amor. Solo un vacío y una decisión.
"Tienes razón", le dije, con una voz tan tranquila que hasta a mí me sorprendió. "Qué tontería la mía".
Él sonrió, satisfecho, creyendo que había ganado una vez más.
"Así me gusta. Ahora, sobre esos arreglos...".
Mientras él hablaba, yo ya no lo escuchaba. Mi mente estaba en otro lugar. Estaba planeando mi partida. Pero no sería una huida silenciosa.
Sería un portazo tan fuerte que haría temblar sus cimientos.