Él sonrió un poco, sin burlarse. Partió su sándwich a la mitad.
"Ten", me dijo, ofreciéndome una parte. "Mi mamá siempre me pone de más."
Dudé un segundo, pero el olor del pan fresco y el jamón me venció. Lo tomé y le di una mordida. Era el mejor sándwich que había probado en mi vida.
"Gracias", le dije con la boca llena.
A partir de ese día, Mateo siempre compartió su lunch conmigo. No hacíamos muchas preguntas, solo nos sentábamos juntos y comíamos en silencio. Era un acuerdo tácito, una pequeña alianza en medio del patio de la escuela. Su amabilidad era como un vaso de agua en el desierto, pero también me hacía sentir miserable. Yo no tenía nada que ofrecerle a cambio.
Un día, Mateo llegó a la escuela con los ojos rojos. No quiso compartir su sándwich. Durante el recreo, lo vi pateando una piedra, solo. Me acerqué.
"¿Qué te pasa?", le pregunté.
"Perdí el dinero para la excursión. Mi papá me va a matar", dijo, con la voz quebrada.
Eran cien pesos. Una fortuna.
Sentí una punzada de algo, una mezcla de lástima y una extraña oportunidad.
"Yo te lo consigo", le dije, sin pensar.
"¿Cómo?", preguntó él, escéptico.
"Tú no te preocupes. Para mañana lo tienes."
Esa tarde, volví a sentir esa urgencia, esa necesidad de actuar. Mateo me había ayudado, me había dado de comer cuando nadie más lo hacía. Tenía que devolverle el favor.
Fui a la tiendita de Don Pepe, el señor más viejo y distraído del barrio. Mi madre me mandaba a veces por el mandado. Siempre dejaba la caja del dinero abierta mientras buscaba las cosas en los estantes.
Entré con el pretexto de comprar un kilo de azúcar. Mientras él se daba la vuelta para pesarla en la báscula del fondo, mi mano se movió sola. Rápida y silenciosa. Tomé un billete de cien pesos del fajo. Mi corazón latía tan fuerte que pensé que Don Pepe lo escucharía.
Salí de la tienda con el azúcar en una mano y el billete escondido en la otra. No me sentí mal. Sentí que era justo. El mundo le debía algo a Mateo, y yo solo estaba cobrando la deuda.
Al día siguiente, le di el billete a Mateo antes de que empezaran las clases.
"Toma. Te dije que lo conseguiría."
Sus ojos se abrieron como platos. "¿De dónde lo sacaste?"
"Unos ahorros que tenía", mentí sin parpadear.
Me abrazó. Fue un abrazo rápido y torpe, pero me hizo sentir bien. Ese día, me compartió su torta de milanesa, y supo aún mejor que el primer sándwich.
La felicidad duró poco. Esa misma tarde, mi madre me llamó a gritos.
"¡Sofía, ven acá ahora mismo!"
En la sala estaba Don Pepe, con cara de pocos amigos. Mi madre me sostenía del brazo con una fuerza brutal.
"Don Pepe dice que le robaste dinero de su tienda", dijo mi madre, su voz llena de veneno. "Dice que te vio en el reflejo de la vitrina."
Me quedé helada. No pude negarlo.
Mi madre no esperó mi respuesta. Me arrastró afuera, a la mitad de la calle.
"¡Para que todos vean qué clase de hija tengo! ¡Una ladrona!"
Agarró un cinturón de cuero, el de mi padre. El primer golpe me dio en la espalda y me sacó el aire. Grité.
La gente empezó a salir de sus casas, a asomarse por las ventanas. Nadie dijo nada. Solo miraban.
"¡Te voy a enseñar a no robar!", gritaba mi madre con cada latigazo.
El cinturón caía sobre mis piernas, mis brazos, mi espalda. El dolor era agudo, quemante. Yo solo lloraba, hecha un ovillo en el suelo polvoriento.
Cuando por fin se detuvo, me dejó ahí tirada y se metió a la casa.
"Y no quiero volver a verte cerca de mi casa, ladrona", le dijo a Don Pepe, antes de cerrar la puerta.
Me quedé en la calle, adolorida y humillada. Pero mientras sentía el ardor de los golpes en mi piel, también sentía otra cosa.
Recordé el abrazo de Mateo, el sabor de la torta de milanesa. Había comido bien ese día. Mi estómago estaba lleno.
Pensé en los golpes, en la humillación. Dolía, sí. Pero el hambre dolía más. El hambre dolía todos los días.
Me levanté, cojeando. Mientras caminaba hacia la puerta, una idea extraña y terrible se formó en mi cabeza. Los golpes eran un precio. Un precio que estaba dispuesta a pagar si significaba no tener hambre.
Era una transacción justa.