Daniel, mi hermano, que ahora era un adolescente flacucho y engreído, se rió también.
"Sí, mejor ponte a trabajar para que me puedas comprar mi nuevo videojuego."
Sentí una rabia tan intensa que me temblaron las manos. No iba a dejar que me robaran el futuro. La escuela era mi única salida, mi única oportunidad de escapar de esa casa.
Sabía que no podía convencerlos. Tenía que actuar.
Durante una semana, fingí estar de acuerdo. Agaché la cabeza y dije que sí a todo. Mientras tanto, planeaba mi escape.
Mi madre guardaba el dinero de la casa en una lata de galletas vieja, encima del refrigerador. Esperé a que se fuera al mercado. Daniel estaba en la calle, jugando fútbol.
Era mi momento.
Me subí a una silla, tomé la lata. Conté el dinero. Había suficiente para la inscripción de la secundaria pública y para un uniforme usado. Tomé exactamente lo que necesitaba, ni un peso más.
Esa misma tarde, fui a la secundaria y me inscribí. Llené los papeles yo sola, falsificando la firma de mi madre. Compré un uniforme de segunda mano en el tianguis. Me quedaba un poco grande, pero no me importó.
Lo había logrado. Estaba adentro.
La secundaria era un mundo nuevo. Un mundo con una cafetería.
El primer día, nos dieron nuestros vales de comida. El gobierno daba un pequeño subsidio para que los estudiantes tuvieran una comida al día. Era un plato de guisado con arroz y frijoles.
Cuando llegué a la fila y entregué mi vale, la señora que servía, una mujer robusta con cara de pocos amigos, me dio una porción miserable. Apenas una cucharada de cada cosa.
Vi cómo al chico de adelante, que era hijo de una de las maestras, le llenaba el plato hasta el tope.
"Disculpe", le dije, con toda la amabilidad que pude reunir. "¿Podría ponerme un poco más? Todavía tengo hambre."
La señora me miró de arriba a abajo.
"Las porciones son estándar", dijo, con voz seca. "Si quieres más, paga."
Obviamente, yo no tenía dinero para pagar.
Me fui a sentar con mi plato ridículamente vacío. Sentí la misma rabia, la misma injusticia que sentía en mi casa. Había escapado de mi madre, pero el mundo seguía siendo igual de injusto.
Los primeros días fueron una tortura. Veía cómo los demás comían sus porciones generosas mientras yo me quedaba con hambre. Intenté hablar con el director, un hombre ocupado que apenas me escuchó.
"Son las reglas, señorita. No puedo hacer nada."
Me di cuenta de que las reglas estaban hechas para romperse, o al menos, para doblarse.
Si no podía conseguir más comida en el primer intento, tendría que haber un segundo.
Observé la dinámica de la cafetería. La señora que servía era lenta y se distraía fácilmente. La fila era larga y caótica.
Al día siguiente, después de recibir mi porción miserable, no me fui a la mesa. Di un pequeño rodeo por la cafetería, me mezclé con los que aún no habían pasado y me formé de nuevo al final de la fila.
Cuando me tocó otra vez, agaché la cabeza para que no me viera bien la cara.
"Se me olvidaron los frijoles", le dije, con una voz diferente, más tímida.
La señora, sin mirarme, me sirvió otra cucharada.
Funcionó.
Ese día comí dos porciones de frijoles. No era mucho, pero era más que antes.
A partir de entonces, esa se convirtió en mi estrategia. Me formaba dos, a veces hasta tres veces. Cada vez con una excusa diferente. "Se me cayó el arroz". "Me dio muy poca salsa". "Se me olvidó la tortilla".
Era un riesgo. Si me descubrían, probablemente me castigarían o me quitarían el vale de comida. Pero el miedo a ser descubierta era mucho menor que el miedo a pasar hambre.
Me convertí en una experta en pasar desapercibida, en cambiar mi postura, mi voz. Era un juego peligroso, pero cada cucharada extra de comida era una pequeña victoria. Era la prueba de que, sin importar las reglas, yo siempre encontraría la manera de sobrevivir.