El Precio del Hambre y Amor
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Capítulo 4

Comer doble porción de arroz y frijoles calmaba el hambre, pero no la apagaba del todo.

Mi cuerpo, acostumbrado a años de escasez, ahora que tenía un suministro regular de carbohidratos, empezó a pedir más. Quería proteína, quería sabor, quería algo más que la monotonía del guisado del día.

Empecé a observar con envidia los lunches de mis compañeros. Los sándwiches, las tortas, la fruta. Eran lujos inalcanzables.

Fue entonces cuando volví a encontrarme con Mateo.

Resulta que también se había inscrito en la misma secundaria. El primer día que lo vi, sentí una mezcla de alegría y vergüenza. Él me sonrió.

"Sofía, ¡qué sorpresa! También aquí."

"Sí", dije, tratando de sonar casual.

El viejo pacto no escrito se reactivó casi de inmediato. A la hora del almuerzo, él se sentó a mi lado. Abrió su lonchera y, como en los viejos tiempos, partió su torta de huevo con chorizo a la mitad.

"Ten", me dijo, sin necesidad de más palabras.

Aceptar su comida ahora se sentía diferente. Ya no éramos niños. Pero mi hambre era más fuerte que mi orgullo. Acepté la mitad de la torta y la devoré. El sabor del huevo con chorizo era celestial.

Mateo era mi salvación. Su madre seguía empacándole almuerzos generosos y él seguía compartiéndolos conmigo. A cambio, yo le ayudaba con la tarea de historia, que a él se le dificultaba mucho. Era un intercambio justo. Me sentía menos como una mendiga y más como una socia.

Pero la buena suerte, como siempre en mi vida, no duró mucho.

A mitad del año escolar, el padre de Mateo consiguió un trabajo mejor en otra ciudad. Se iban a mudar.

El último día que lo vi, me dio su sándwich completo.

"Te lo vas a comer todo tú", me dijo. "Para que me recuerdes."

"No seas tonto, claro que te voy a recordar", le respondí, tratando de que no se me quebrara la voz.

Nos despedimos con un abrazo rápido. Y así, sin más, mi fuente de proteínas y amistad desapareció.

Volví a la dieta de arroz y frijoles, y la frustración regresó con más fuerza.

Unas semanas después, ocurrió algo inesperado. Estaba en el patio durante el receso, sentada sola, cuando una de las chicas populares, Valeria, se tropezó y cayó justo frente a mí. Su bolsa se abrió y todo salió volando. Un celular, maquillaje, y un billete de doscientos pesos.

Ella recogió sus cosas rápidamente, pero no vio el billete, que había quedado debajo de una banca.

Se fue cojeando y quejándose, sin darse cuenta de su pérdida.

Mi corazón se detuvo. Miré a mi alrededor. Nadie más lo había visto.

El billete estaba ahí, esperándome.

Doscientos pesos. Era más dinero del que jamás había tenido en mis manos. Podía comprar comida de verdad durante semanas.

Me levanté, caminé casualmente hacia la banca, y con un movimiento rápido, pisé el billete. Fingí amarrarme la agujeta del zapato y lo recogí.

Lo guardé en mi bolsillo. Pesaba una tonelada.

Una parte de mí se sentía culpable. Valeria era presumida, pero no era mala persona. Debería devolvérselo.

Pero otra parte, la parte que conocía el hambre, la parte que había aprendido a sobrevivir, me gritaba que me lo quedara. Era un regalo del destino, una compensación por la partida de Mateo.

Ese día, en la fila de la cafetería, la injusticia me golpeó de nuevo. La señora que servía estaba de mal humor. Cuando me tocó, prácticamente me aventó el plato con una cantidad insultante de comida.

"¡Siguiente!", gritó, sin siquiera mirarme.

Y algo dentro de mí se rompió.

"¡Oiga!", le grité. "¡Esto no es ni para una muela!"

Toda la cafetería se quedó en silencio. La señora se giró, con los ojos inyectados en ira.

"¿Qué dijiste, escuincla?"

"Dije que esto es una miseria. Yo pago mis impuestos, bueno, mis padres pagan impuestos, y esto es lo que me dan. ¡Es un robo!"

La señora se puso roja de furia.

"¡A mí no me vienes a hablar así, muerta de hambre!", me gritó. "Si no te gusta, ¡lárgate! Deberías estar agradecida de que te damos algo de comer. ¡Seguro en tu casa no te dan ni eso!"

Sus palabras me dieron justo en la herida más profunda.

Todos los niños se empezaron a reír.

Sentí la humillación recorrer todo mi cuerpo. Apreté los puños, el billete de doscientos pesos en mi bolsillo se sintió frío. La culpa se evaporó por completo.

Ya no había duda. El dinero era mío. Y no solo eso. Esa señora iba a pagar por lo que me había hecho. No con golpes, sino con algo peor.

Iba a destruir su pequeño reino de poder.

                         

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