La risa de las sirvientas resonó en el pasillo, un coro de burla que confirmaba mi nueva realidad. Me habían despojado de mi autoridad, de mi lugar en esta casa, incluso antes de despojarme de mi futuro.
"¿Oyeron bien lo que dije?" insistí, aunque sabía que era inútil. Mi voz sonaba débil incluso para mis propios oídos.
María dio un paso al frente, su rostro era una máscara de falsa deferencia.
"Con todo respeto, señorita Sofía, nosotras solo seguimos las órdenes del patrón, el doctor Romero. Y él dijo que la señorita Camila es la que manda hoy."
Mi padre, que había presenciado toda la escena con una satisfacción mal disimulada, sonrió. Era una sonrisa fría, triunfante.
"Ya la oíste, Sofía. Las cosas han cambiado. Deberías haber aprendido a ser más agradecida." Se acercó a mí, su voz bajó a un susurro venenoso. "Tu madre era una mujer brillante en los negocios, pero demasiado blanda, demasiado sentimental. Te crió para ser igual que ella. Por suerte, yo estoy aquí para corregir sus errores."
Mencionar a mi madre fue su peor error. El dolor se transformó en una furia helada. ¿Cómo se atrevía a hablar así de ella? Ella, que construyó un imperio de la nada mientras él solo se preocupaba por las apariencias. Ella, que lo amó y confió en él.
Camila se acercó, fingiendo ser la pacificadora.
"Primita, no te enojes con tío Carlos. Él solo quiere lo mejor para todos." Tomó mi mano, pero su tacto se sintió como el de una serpiente. "Por favor, no hagas una escena. Mañana es tu gran día. Deberías estar feliz."
Aparté mi mano de la suya con brusquedad.
"No me toques," siseé.
Mi padre suspiró, un sonido teatral de agotamiento.
"Bueno, nosotros tenemos cosas que hacer. La prueba final del menú de la boda, elegir las flores para la recepción. Cosas importantes." Se giró hacia Camila y mi tía. "Vámonos. Dejemos a Sofía con su mal humor. A ver si para mañana se le pasa."
Y así, se fueron. Mi padre, mi tía y mi prima-enemiga, seguidos por el séquito de sirvientas que ahora solo servían a su nueva ama. Salieron de la casa, un grupo unido por la traición, dejándome completamente sola en el enorme y silencioso salón.
El silencio era ensordecedor. Me quedé de pie en medio de la habitación, el vestido de novia en el espejo burlándose de mí. Me sentía como una fantasma en mi propia vida, una espectadora de mi propia destrucción. La desesperación amenazó con ahogarme, una ola oscura y pesada. Sabía lo que venía: la droga, la humillación, la muerte.
Podría huir. Podría simplemente tomar mis cosas y desaparecer. Pero, ¿a dónde iría? ¿Y qué resolvería eso? Ellos se quedarían con todo: la herencia de mi madre, la empresa que ella construyó con tanto esfuerzo, mi futuro con Ricardo, todo. No. Huir no era una opción. Luchar contra ellos de frente tampoco. Me habían aislado, me habían quitado todo poder. La policía no me ayudaría. Nadie lo haría.
Me senté en el sofá, mi cabeza entre las manos. El peso de mi impotencia era aplastante. Estaba atrapada.
Y entonces, en el fondo de mi desesperación, una idea comenzó a formarse. Una idea loca, peligrosa, pero brillante en su simplicidad. Si no podía luchar contra ellos en su terreno, con sus reglas, entonces crearía un campo de batalla nuevo. Un lugar donde su dinero y su estatus no pudieran protegerlos.
De repente, un pensamiento audaz, casi revolucionario, surgió en mi mente. Recordé las historias que mi madre me contaba, historias de justicia y de lucha, y las frases icónicas de la revolución mexicana que ella tanto admiraba. "La tierra es de quien la trabaja." Mi madre había trabajado incansablemente. Su legado me pertenecía. "¡Prefiero morir de pie que vivir de rodillas!" Yo había muerto una vez. No volvería a arrodillarme.
Una sonrisa lenta y decidida se dibujó en mi rostro. Saqué mi teléfono. Si el mundo de los poderosos me había cerrado sus puertas, yo hablaría directamente al pueblo. Expondría su hipocresía, su codicia, su crueldad. No con acusaciones directas que pudieran negar, sino con un manifiesto, una declaración de principios que resonaría con cualquiera que hubiera sufrido una injusticia.
Ellos querían una boda, una celebración de su victoria. Yo les daría una revolución.