"A los que creen en la justicia por encima del poder. A los que valoran la lealtad por encima de la sangre. Hoy, una hija es despojada de la herencia de su madre, no por la ley, sino por la ambición. Hoy, la hipocresía se viste de seda y se prepara para celebrar en un altar. Usan el nombre de la familia como un escudo, pero sus acciones deshonran cualquier legado. Dicen que la sangre llama, pero es la codicia la que grita. ¿Dejaremos que el dinero y las conexiones silencien la verdad? La verdadera revolución no se lucha con armas, sino con la verdad expuesta a la luz del día. ¡Verdad y Justicia!"
No puse nombres. No puse detalles específicos. Solo la pura esencia de la traición, envuelta en una retórica que evocaba la lucha por la justicia social. Era vago y poderoso. Cualquiera que conociera a mi familia, especialmente en los círculos de élite, sabría exactamente de quién estaba hablando. Y para el público en general, sería una historia de injusticia con la que podrían identificarse.
Busqué en internet, encontrando los perfiles de los periodistas más influyentes de México. Me detuve en uno: Mateo Durán. Conocido por su periodismo de investigación, por derribar a políticos corruptos y empresarios fraudulentos. Tenía una reputación de ser implacable y de tener un fuerte sentido de la justicia. Era perfecto.
Creé una cuenta de correo electrónico anónima y le envié un mensaje. "Periodista Durán, mañana se celebra una boda en la alta sociedad que esconde una farsa monumental. Le adjunto un manifiesto que está empezando a circular. La verdad está ahí, solo necesita a alguien con el valor de desenterrarla. La boda de Ricardo Vargas. Mansión Romero. 12 del mediodía."
Luego, publiqué el manifiesto en todas mis redes sociales. Twitter, Instagram, Facebook. Usé hashtags que sabía que atraerían la atención: #JusticiaParaLosOlvidados, #LaHipocresiaDeLaElite, #RomeroVargas.
Me recosté en la silla, el corazón latiéndome con fuerza. Esto era un riesgo enorme. Mi padre podía destruirme por esto. Podía acusarme de difamación, encerrarme, declararme mentalmente inestable. El miedo era real, un nudo frío en mi estómago.
Mi teléfono empezó a vibrar sin parar. Notificaciones. Mensajes. Llamadas. Primero de amigos confundidos, preguntando si estaba bien. Luego, de conocidos de la familia, preguntando qué significaba ese mensaje tan extraño.
Decidí dar el siguiente paso. El manifiesto era la chispa, pero necesitaba combustible. La historia de mi madre. Ella había sido una empresaria muy querida en la industria cosmética, conocida por su generosidad y sus prácticas justas. Su historia contrastaría brutalmente con la codicia de mi padre.
Contraté a un pequeño grupo de freelancers en línea, gente que necesitaba dinero rápido y no hacía preguntas. Les pagué para que "redescubrieran" viejos artículos sobre el éxito de la Sra. Romero, sobre su filantropía, y los compartieran en redes, conectándolos sutilmente con mis hashtags.
Uno de ellos, un joven estudiante de comunicación, me escribió de vuelta después de recibir el pago.
"Oye, no sé en qué te estás metiendo, pero esto se siente grande y peligroso. El tipo de gente de la que hablas... no juegan. ¿Estás segura de que no quieres simplemente ir a un abogado?"
Su preocupación, la de un extraño, me tocó por un segundo.
"Gracias por el consejo," le respondí. "Pero los abogados son para la gente que cree en el sistema. Yo necesito un milagro."
Aproveché su consejo de una manera diferente. Le pedí que se asegurara de que toda esta información llegara no solo a los medios, sino también a los directivos de las empresas rivales de mi padre y a los socios del consorcio hotelero de los Vargas. Quería que la presión viniera de todas partes.
Esa noche no dormí. Me senté junto a la ventana, observando la oscuridad, mi teléfono en la mano. Cada vibración era un salto en mi corazón. Leía los comentarios. La historia estaba creciendo, tomando vida propia. La gente estaba indignada. Estaban conectando los puntos. "¿No es la boda del heredero de los hoteles Vargas?", "Esperen, ¿el Dr. Romero no se hizo cargo de la empresa de su difunta esposa?", "Leí que la hija era diseñadora, como su mamá. Qué raro todo."
El miedo seguía ahí, pero ahora estaba mezclado con una extraña euforia. Había encendido una mecha. No sabía si explotaría en la cara de mis enemigos o en la mía. Solo podía esperar y rezar para no estar reviviendo el preludio de mi propia muerte, sino el amanecer de mi justicia.